Cada mañana sufro un intento de robo. A veces es un simple hurto, pero otras raya en el atraco y temo que, cualquier día, la cosa pase de rayar a ser. O sea, medie violencia. Sucede cuando entro a desayunar, siempre en el mismo sitio; con mi periódico debajo del brazo, siempre El Comercio, naturalmente; y alguien me aborda para leerlo, siempre alguien diferente, naturalmente también, porque si no mi problema tendría una solución muy fácil: hacerle suscriptor. El “manos arriba” se sustituye indefectible por un “es de la casa, ¿verdad?”. Y yo pongo cara de culpable y respondo con un “no, lo siento, es que es mío”. Juro que hace unos días una mujer de eso que se llama mediana edad incluso se llevó mi diario a su mesa en el instante que media entre dejarlo un segundo en la barra y sentarme en la banqueta para tomar el café. Y no reproduzco lo que me dijo cuando fui a rescatarlo porque luego mi madre se cabrea. El caso es que esta lucha matinal por conservar mi periódico me ha puesto a pensar. Hablamos y rehablamos de la crisis de la prensa, pero está claro que a eso que llamamos gente le sigue interesando. Siempre que se admita el bar en el que desayuno como ‘universo de la encuesta’, hay quien incluso está dispuesto a pegarse por leer el periódico. Otra cosa bien distinta es que esté dispuesto a pagar un euro diez, que es justo, por cierto, lo que cuesta un café. Las conclusiones, otro día. Si las tuviera estaría asesorando al New York Times en mis ratos libres.