Cojo el libro y antes siquiera de abrirlo vuelvo a ver su cara, la cara de Clara, el día en que me lo regaló. Con sus gafas y su risa interminable. Me lo extendió sin decir nada. Gracias, Clara. ¿Es un regalo? Sí ¿Es tu regalo por mi cumple? No, no, me lo dio mamá, me dijo que te lo diera. Los niños nunca mienten salvo que sea estrictamente necesario. Solo en defensa propia. Cojo el libro y veo su cara. Lo huelo y veo su cara. Lo toco y veo su cara. Lo cierro.
Sigo pensando en libros. Me acuerdo ahora de una preciosísima edición que me alguien me enseñó hace unos días, una segunda edición de ‘La Regenta’ tan delicadamente ilustrada que da miedo sostenerla entre las manos, como da miedo coger a un bebé. Por si se rompe. Una segunda edición de ‘La Regenta’ con una amorosísima fe de erratas, realizada página a página por un editor, que, como todos los que nos dedicamos a esto, quita algunos fallos y pone otros de cosecha propia. A mano y página a página va corrigiendo a Clarín, trazando palitos para convertir ‘oes’ en ‘aes’, añadiendo tildes, cambiando preposiciones. Delicado. No he podido dejar de pensar en él. En ese hombre de 1900. No sé por qué, pero lo imagino en un escritorio de madera oscura y mal iluminado. Lo imagino encorvado sobre el libro chupando su pluma con la lengua de vez en cuando. Los dedos negros, la paciencia intacta.
Después pienso en Steve Jobs y en mi misma colgada del iPhone y del iPod y del iMac y del iTodoloqueseteocurra.com y me convenzo de que un libro es mucho más que un conjunto de palabras mejor o peor escritas. Por eso no me creo a quienes proclaman su muerte. Y vuelvo a abrir el libro de Clara. Y sigo leyendo.