Tuve un profesor de literatura que envidiaba a quienes no habían leído ‘Anna Karenina’ porque aún podían hacerlo por primera vez. Pasa con Nueva York exactamente lo contrario. Uno (una) llega por primera vez y se siente obligada a conocerlo todo. O a reconocerlo, más bien. Porque a Nueva York ya nos lo han presentado una y mil veces Woody Allen y Holly Goolightly y Paul Auster… y hasta King Kong. Superada la primera impresión, uno (una) ya puede dedicarse a lo que los neoyorquinos llaman “living the city”. O, según traducción personalísima de mi amiga Lucy, “burning the city”. Y para eso basta con olvidarse del dolor de pies y acordarse de abrir bien los ojos. Basta con perder la cabeza en Queens, un zapato en el Lower East Side (literal), la vergüenza saltando sobre los charcos de la Quinta Avenida, la lengua comiendo dulces de gengibre en Williamsburg, unos cuantos dólares en los mercados de pulgas de Chelsea, todo el tiempo posible en el MOMA, y en el Met, y en el Whitney Museum y en la Neue Gallery… Basta con perderse sin más en el West Village. Esta no es la capital del mundo por casualidad. Y su energía, más que contagiosa, resulta vírica.