Vivo en una ciudad en la que existen tantas polémicas como habitantes. Una ciudad en la que el personal la arma por un quítame allá una fiesta de Nochevieja en la Plaza Mayor lo mismísimo que si le quitasen un riñón. O los dos. Una ciudad protestona y, por tanto, divertida, o, como mínimo, entretenida. Así que sí, estoy acostumbrada a protestar desde el mismo nacimiento. Y a oir protestas también, naturalmente. No en vano me crié en la Puerta de la Villa en los tiempos en los que los sindicatos de la naval tenían por costumbre y casi tradición la quema controlada de neumáticos. Pero hay cosas que, de verdad, se me escapan. ¿Seré rara por que me importe un pimiento donde reposen, o seguramente no, los huesos de Franco? No es que esté a favor ni en contra de su traslado, es que me da igual. No tengo pensado ir a visitar su tumba por lo menos en los próximos 150 años.