Puede que el mundo se divida entre quienes nacen para vivir y quienes nacen para morir. Al final, el resultado es siempre el mismo, pero el trayecto no resulta ni parecido. Los primeros son los que suben el siguiente puerto como si fuera el primero, no el último, ni siquiera uno del medio. Son los que se atreven con las pistas negras y hasta se salen de ellas, porque por las azules es más difícil caerse, pero cuando una de las otras se coge bien la sensación es difícilmente comparable. Son, en definitiva, esos que siempre están más preocupados por el viaje que por el destino. Cuando una de esas personas se muere, y cuando lo hace después de empeñarse con todas sus fuerzas en no hacerlo, lo que hace en realidad es dar una lección de vida.
Antonio estaba enfermo, muy enfermo, y vivía pegado a una bombona de oxígeno. Aún así, salía cada día de casa para ver a sus amigos. Si la cosa iba a ser breve, se llevaba una botella; si prometía, dos. Quienes tuvimos la suerte de conocerle podemos (debemos) acordarnos de sus bombonas siempre que algo nos parezca difícil y hasta imposible. Cuando la cosa se ponga fea, en vez de una, dos. Y a seguir camino. Antonio deja eso y unos genes indestructibles marca de la casa, de su casa, así los lleven chicas de treinta y tantos o niños que no han cumplido los dos.