Si le pidieras a un niño que dibujase una montaña, pintaría algo parecido al Matterhorn. Matterhorn significa en alemán ‘montaña madre’ y, como sucede casi siempre, su nombre no es casualidad. Hipnótico como los troncos en una hoguera o la llama palpitante de una vela, el Matterhorn parece haber surgido del centro de la tierra para recordarnos que millones de años antes de que lo contemplásemos ya estaba allí y que va a seguir estando millones de años después.
Mientras tanto, a sus faldas, rodeadas de lomas, montañas, valles y glaciares, el Matterhorn te permite, benévolo, deslizarte y cuasi volar por lugares a los que, literal, ni siquiera suben los pájaros. Allí, entre todas las variaciones posibles de azul que da el oxígeno cuando se mezcla con el hidrógeno y se congela, te deja que te confíes y, sin avisar, vuelve a recordarte que él, que ella, está allí desde millones de años antes de que tú llegases y que piensa quedarse millones de años después. Tal vez por eso es imposible dejar de mirar sus paredes poderosas, su verticalidad perfecta de tan imperfecta, su manera de tocar el cielo sin moverse. Impasible, sabiendo que quienes hoy nos paseamos a su alrededor seremos mañana solamente una anécdota. Y eso, que podría parecer una putada, es en realidad una bendita cura que te permite relativizar cualquier cosa. Esta montaña, como la de Thomas Mann, también es mágica.