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El enemigo común

Ni el amor, ni el matrimonio, ni la deuda compartida. Como todo el mundo sabe, el fútbol es lo que más une del mundo. Y esto vale para amigos y para parejas, pero también para países y/o naciones completas. Claro que hay una cosa que une más y no sirve para jugar, aunque sí para darle patadas. Hablo, claro, del enemigo común. Cuando un grupo y hasta un país detecta un enemigo común, las cosas empiezan a funcionar mejor, porque toda la energía negativa que en otra circunstancia estaríamos derrochando cada uno en su casa o en su oficina se canaliza hacia él. Y deja de contaminar.
Nuestro enemigo común estos días podría llamarse Angela, pero no es el caso, porque medio país la detesta y el otro medio piensa que no queda mucho más remedio que hacerle caso. Tampoco Sara, porque aunque haya hordas de filósofos de 140 caracteres poniéndole verde, siempre hay abuelitas, y señores, que la adoptarían o la invitarían a merendar a su casa. Ni siquiera vale Vicente, que acaba de meternos en cuartos como primeros de grupo por más que haya repunantes (así, en asturiano, sin ‘g’ y sin traducción al castellano) que no paran de darle vueltas al 9 verdadero o falso.
No, ni Merkel, ni Carbonero, ni Del Bosque, nuestro enemigo común se llama Carlos y se apellida Dívar y es el jefe de los jueces de este país. O sea, el hombre del que deberíamos fiarnos más que de nuestra propia madre. Y resulta que ese hombre nos ha chorizado 28.000 euros en viajecitos del fin de semana. Y, claro, 28.000 euros son el chocolate del loro, de un loro exquisito, pero loro a fin de cuentas, y todo lo que ha hecho es legal, porque solo faltaría que la ley exigiese a todo un presidente del Consejo General del Poder Judicial que justifique sus gastos con facturas como si fuera el empleado cualquiera de una empresa cualquiera. No, señor Dívar, eso no se lo exigimos, lo que le exigimos es que sea capaz de discernir con su ilustrísima cabeza qué son gastos de representación y qué no. Y la cosa parece bastante sencilla. Una pista, por si acaso: en un jacuzzi solo se puede estar trabajando si uno es fontanero o se dedica al oficio más antiguo del mundo después del periodismo.
Que se vaya también se lo exigimos, pero no deberíamos, porque cuando nos quedemos sin enemigo común a ver qué hacemos.

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por María de Álvaro

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