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Yo confieso

Tengo un coche automático. Lo digo de antemano y a modo de confesión, casi casi como si estuviera diciendo que tengo una enfermedad venérea. Lo tengo desde hace unos años, el coche, digo, ojito con las malas interpretaciones.  Y también a modo de confesión igualmente digo que cada vez que pillo prestado automóvil ajeno suelen pasar tres o cuatro semáforos y otras tantas cuestas hasta que deja de calárseme. O sea, vale, lo confieso, he pecado. El hombre es animal de costumbres -y la mujer, naturalmente, a veces hasta más, y otras menos-, y si uno/una pierde alguna tarda un poco en encontrarla, más o menos como pasa con las llaves y con la vergüenza.
 
El caso es que no cuento todo esto en defensa de Carmen Lomana, sino todo lo contrario. Porque, Carmen, querida, una no puede dejar el coche en una cuesta y que el coche se plante en medio de una playa llena de gente y echarle después la culpa a la pobre máquina y acusarla de haberlo hecho motu proprio. El freno de mano, Carmen, querida, es igual, o parecido, en un coche automático que en uno de marchas, también conocido como ‘normal’ o ‘de toda la vida de dios’. Vale que no es lo mismo dejar el coche en ‘p’ que en punto muerto, pero el freno de mano existe, como las arrugas y los michelines, por más que tú te empeñes en que no. El de los coches de caballos no sé cómo será. A lo mejor, Carmen, querida, es que pensaste que habías ido a la playa en calesa. Y eso te lo perdono. Lo que no te perdono es el fin de semana que nos espera a todas las mujeres de esta España nuestra aguantando versos del nivel de “mujer al volante…” y todo lo que sigue.

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por María de Álvaro

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agosto 2012
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