Nadie debería irse de Guatemala sin probar la camioneta. La camioneta es el municipal chapín y, desde luego, mucho mejor que cualquier parque de atracciones. Se trata, en realidad, de autobuses escolares norteamericanos reciclados y tuneados hasta el imposible. Yo la cojo cada día para ir desde La Antigua hasta Alotenango, donde, por unas horas, dejo de ser María para convertirme en la ‘seño’, pero esa es otra historia y ahora íbamos con la camioneta. La cosa empieza en la misma parada, que es una parada en el sentido más literal del término: porque allí para. Punto. Lo más importante es jamás fiarse del cartel que luzca el coche en lo alto, uno sabe que es el suyo porque el ayudante del conductor, un hombre que lo mismo hace las veces de cobrador que obra el milagro de hacer un hueco donde no lo hay y que viaja de pie y prácticamente fuera, solo agarrado a una especie de barra, vocea el nombre del destino. Una vez dentro, puede pasar de todo. Viajar en camioneta se parece a la vida misma. Se cumple, por tanto, la máxima de que cualquier cosa puede ir a peor. Y vaya si se cumple.
Esta mañana me tocó ir de pie en el pasillo. Lo de pasillo, como lo de la parada, también es un decir. Con una cadera estándar, se pasa de canto. Con una abundante, de milagro. A cada lado, tres plazas que a nada que sea generoso el culo del pasajero se transforman en dos. De fondo, regetón, cumbia o cualquier cosa del gusto del chófer y siempre, siempre, a todo lo que da el volumen. Así, como una pieza de un tetris humano, uno (una) sortea baches, curvas, frenazos y lo que haga falta. En esas estaba yo esta mañana, luchando con mi propio cuerpo para conseguir mantener el equilibrio y pensando en eso de “peor, imposible” cuando en una parada se subieron siete personas más donde no cabía ni media. Me tocó al lado un señor más o menos de mi altura que tuvo el buen gusto de cogerse a la barra que toda camioneta, como todo autobús, tiene arriba. Supongo que no son necesarias más explicaciones. Volví al “peor, imposible” y entonces comenzó a atronar Julio Iglesias en versión bachata. Entonces me dije, ya está, ahora sí. Y la camioneta paró y se subió otro señor que en menos de lo que canta un gallo se colocó en medio del tetris, abrió una Biblia y comenzó a leernos el Evangelio según, creo, San Mateo, para, inmediatamente después recordarnos el Diluvio Universal y las 7 Plagas de Egipto y decirnos que el fin del mundo está cerca. El señor del brazo no le hacía caso. La señora que dormía de pie a mi otro lado con una profesionalidad que espero llegar a alcanzar con el tiempo, tampoco. Ni las mujeres con bebés, ni el campesino con el machete, ni otro que, sospecho, llevaba una gallina en la bolsa. Yo sí, yo escuché al predicador y juro que ahora mismo mientras escribo esto está cayendo tal tormenta que empiezo a creerle. No sé si salir a la calle a buscar a Noé o esperar a que salga el sol. Viajar en camioneta, ya lo dije, es como la vida misma: siempre puede ir a peor, pero el sol acaba por salir siempre. No queda otra.