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Ángel Antonio

San Antonio Palopó es un lugar tocado por la naturaleza y maltratado por todo lo demás, un pueblo de casas pobres y niños descalzos al que sólo se puede llegar en barca. Allí conocí a Ángel Antonio. Me senté a comer en algo parecido a una terraza, con increíbles vistas al Atitlán, un lago con hechuras de mar. Se acercó, menudo, y me pidió un queztal (10 céntimos de euro, al cambio). Yo le di un dibujo con su nombre y él, en vez de tirármelo a la cara, cosa que se merecía mi obra, que no me llamó dios por las bellas artes, se sentó en la silla de al lado. Callado, muy callado, con sus siete años que parecían cuatro y su cara sucia.

Hablamos poco, lo poco que quiso contarme sobre su casa, su mamá y sus cuatro hermanos, y entonces llegó la comida: un plato con arroz, guacamole, frijoles, algo de carne y tortillas de maiz. La preparé una, y luego otra, y luego otra, y luego otra. Ángel Antonio y yo terminamos por comer juntos. En silencio. Un silencio sólo interrumpido por mis preguntas de “¿quieres más?” y su cabecita asintiendo. Por si sirve de algo el dato: nuestra comida costó menos de la décima parte de lo que pagué por el hotel en el que me alojé esa noche.

Yo no supe que más decirle a Ángel Antonio. Y él tampoco. Sólo nos sonreímos, tal vez pensando ambos, cada uno a nuestra manera, que este mundo es una puta mierda. Porque mi amigo Ángel Antonio no es el protagonista de ningún cuento. En lo que va de año, 95 niños menores de cinco años han muerto en Guatemala por desnutrición severa. Lo leí en un periódico unas horas después de conocerle.

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por María de Álvaro

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