De siempre he sido muy fan de la técnica del ‘ay, no me di cuenta’, un truco, caballeros, que lo sepan, tan femenino como llenar el bolso de cosas inútiles, pero mucho más práctico. No debería contarlo, los magos jamás lo hacen, pero desde mi más tierna adolescencia, gracias al ‘ay, no me di cuenta’ me he librado de infinitos problemas, desde broncas de mi padre por rayarle el coche o de mi madre por dejar algo, lo que fuera, tirado por el suelo, hasta multas de tráfico. El ‘ay, no me di cuenta’, acompañado de la pertinente cara de ‘ay, no me di cuenta’, una mezcla entre ojos de pena y sonrisa beatífica, es una maravilla, pero tiene una pega: solo se puede utilizar para cosas sin trascendencia. No vale para todo.
No vale, por ejemplo, para ocupar un cargo político y ser la vicepresidenta de un patronato, el que sea, y decir ‘ay, no me di cuenta de lo que pasaba’. O ‘ay no me di cuenta de que en un año se esfumaron 182.616 euros en una cosa llamada otras pérdidas de gasto corriente’, o sea, lo que viene siendo la calderilla: 182.616 euros de calderilla. O ‘ay no me di cuenta de que se estaban provisionando 1,2 milloncejos por las subvenciones presuntamente perdidas’. O ‘ay no me di cuenta de que el despacho del secretario de la fundación pasó una minuta de 299.000 euracos por tres contratos’. No, no vale, porque se supone que uno, una en este caso, asume responsabilidades, las del Centro Niemeyer, en este caso, para eso, para responsabilizarse.
Mirar para otro lado cuando alguien empuña el revólver no es lo mismo que empuñarlo, pero se parece un poco. O bastante. Que se lo pregunten a Cristina de Borbón, señora de Urdangarin. A los que todas estas cosas nos pillan siempre mirando no para otro lado, si no para el otro lado, el de ver cómo pagamos la hipoteca, los recibos y el resto de ordinarieces, hay determinados ‘ay, no me di cuenta’ que nos sientan igual que una patada en la barriga. A ver si ahora alguien pide responsabilidades. O se responsabiliza. O se manifiesta. O algo.