Fue hace 4 o 5 años y en un bar, que es, como todo el mundo sabe el lugar en el que los periodistas conseguimos siempre las mejores informaciones. Mi amigo, mi colega, estaba ya algo pasado, modelo ‘milenarismo’, cuando me miró fijamente y me lo soltó: “Eso es un signo más del fin de la civilización de Occidente”. Me reí de él y le metí en un taxi. Entonces todavía le daban a uno un crédito poniendo a su perro como avalista y se vendían los pisos como el jamón de york en las charcuterías. De aquella nadie se escandalizaba por que Menganito tuviera coche oficial y a cualquier comunidad de vecinos con más de 12 habitantes le prometían una parada de AVE en el portal de su casa. O un aeropuerto. Hace tanto que ni siquiera los famosos viejos de Soria habían predicho la crisis.
Han pasado, como digo, varios años, varios bares y varios taxis y no tengo la menor idea de cuál era aquel signo del fin de la civilización de Occidente, pero lo cierto es que, últimamente, no dejo de verlos por todas partes.
Esta semana, sin ir más lejos, El Comercio desvelaba cómo “un instituto pide permiso a los padres para corregir con contacto físico a sus alumnos”. Y se ha armado la mundial. Eso que se llama comunidad, la educativa y la que no lo es, está ya dividida en dos bandos. Dicho rápidamente y sin mucho miramiento: los que están a favor de eso que mi madre llamaba un cachete a tiempo y los que no. Vale. Preocupa la falta de autoridad, tanto como podría preocupar el abuso de ella, pero más allá de eso, hay algo que da más miedo. El “contacto físico” se ha convertido en sinónimo de agresión. Tocarse es sospechoso. Y ese es un claro, clarísimo, signo del fin de la civilización de occidente. El de hoy.
Prometo traer uno cada viernes. Por lo menos hasta que la civilización de Occidente se vaya al traste. Con un poco de suerte, no sé si de la buena o de la mala, me quedan tres telediarios. O tres comentarios. Buenos días, buenos viernes.