Ya no llegan cartas. Ni siquiera a veces, como cantaba Raphael. Ni siquiera del banco. Las cartas son cosa de nostálgicos, de románticos sin remedio, como los manuscritos fueron cosa de abates y monasterios medievales. Hace años, de esos que parecen siglos, que internet se las comió. Pero de lo que no nos habíamos dado cuenta es de que mientras el mercado de la carta caía, el de su primo hermano, el sobre, crecía de forma exponencial. Nosotros nos mirábamos a nuestro ombligo, y a nuestras facturas y a nuestras hipotecas y a nuestras nóminas o a la ausencia de ellas, y recibíamos ‘mails’, y hablábamos con nostalgia de aquellos encabezamientos de ‘querido, fulanito’ sin enterarnos de que la vida, esa que tiene vida propia, tiende a abrirse paso por un lado o por otro. Como el agua. Igual que nos olvidamos de que somos un 80% del líquido elemento dejamos pasar por alto que mientras nosotros llorábamos la muerte de la carta, otros festejaban la larga vida del sobre.
Y aquí estamos, con cara de idiotas. Sin cartas y, naturalmente, sin sobres, que esos son cosa de elegidos, no suya, pringao, ni mía. Y con esa cara nos enteramos de que Suiza es más que relojes, navajas, chocolate y Matterhorn. En lo que deberíamos habernos fijado, por poner un ejemplo cogido al vuelo, es en que ese tipo de los sobres hoy famoso por sus cuentas en Ginebra es un señor de Huelva que fue senador por Cantabria durante 6 años. Insisto en el ‘por ejemplo’, a sabiendas de que puede parecer una nimiedad, pero es más una metáfora de un sistema montado a beneficio de inventario y no de pringaos como usted y yo. Y todos sabemos ya a estas alturas quien es ese tal ‘inventario’. Robos palmarios al margen o, mejor dicho, robos palmarios además, Dinamarca, la de Hamlet, cada vez ocupa más en el mapa de España. Y el olor empieza a resultar insoportable. No sé si me explico.