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La paradoja española

Que los franceses inventaron el marketing lo atestigua el hecho de que el foie sea más popular que la morcilla. Eso y que, en igualdad de condiciones, te cobren por un burdeos el triple que por un rioja. Con esto, conste, ni ataco el hígado de pato, tan grasiento como exquisito, ni me cierro a un rico médoc. O a siete. No vaya a ser que alguien tuviera pensado invitarme y se eche para atrás. Pero a lo que iba, el éxito de nuestros vecinos no se debe solo a eso, sino a ese no sé qué que llaman charme y, sobre todo, a su bendita paradoja, la paradoja francesa, esa que hace que sean los que más grasa comen y más alcohol trasiegan y, sin embargo, vivan más que nadie y estén más sanos que una manzana, siendo además mucho menos aburridos que ellas.

La paradoja francesa es el mejor invento de los franceses, que se exportan como nadie. Nosotros hemos cometido muchos errores a lo largo de nuestra historia. Y uno de ellos, no lo duden, fue echarles aquel 2 de mayo. Llevamos desde entonces. Desde los tiempos de Jovellanos (ah, no sabía cómo meterlo en un comentario y por fin lo he logrado). Desde los tiempos de Jovellanos, decía, llevamos tratando de copiarles. Sin éxito. Las copias no llegan a ninguna parte. A menos, claro, que plagien el alma, y eso solo sabe hacerlo bien Amancio Ortega. Por eso la paradoja española nos lleva a pasear lorzas por mucho que presumamos de dieta mediterránea.

Por eso nos habíamos creído que eramos los reyes de las transiciones y las democracias de moderno cuño cuando, en realidad, somos los reyes de la trampa, o, dicho en asturiano, del ‘tira que libres’. Cierta vez, una buena amiga mía casada con un americano de Nueva York, pretendió traficar con unos gramos de jamón, que envolvió, precintó y metió en la maleta de su marido, a razón de loncha por camisa. Cuando el bueno del americano llegó al JFK y llamó a su mujer, que se había quedado en España porque tenía más días de vacaciones, claro, le contó que le habían pillado.
-¿Pero qué dices, hombre? ¿Pero si yo pasé jamón un millón de veces y jamás se enteró nadie? ¿Pero que hiciste? ¿No se te habrá ocurrido declararlo?
-Pues claro.
-¿Pues claro? ¿Que eres idiota?
-No, me preguntaron si llevaba jamón. Y lo llevaba.

Pues eso. No hay más preguntas, señoría

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por María de Álvaro

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