Habla de su trabajo como un niño lo hace de su juguete preferido, con la emoción de quien siente que el mundo está para ser descubierto. Habla de la vida con la pasión del que sabe que “no hay nada más perfecto”. De la muerte lo hace sin miedo, seguro de que “la vida solo tuvo sentido cuando se inventó la muerte”. Ríe, cita versos de Gerardo Diego y confiesa que su bien más preciado, la herencia mejor que piensa dejarles a sus hijos, es un ‘Cien años de soledad’ dedicado por García Márquez de puño y letra, con un tachón en ‘soledad’ y un ‘felicidad’ superpuesto. Un ‘Cien años de felicidad’ que llegó a sus manos como suelen llegan las grandes cosas, por casualidad. Por ese azar que hay quien se empeña en llamar destino.

Habla de su infancia de pueblo en el Pirineo aragonés. De los recuerdos del frío y del paisaje. Y también de un padre del que aprendió la tenacidad y de una madre de la que conserva un afán, puede que el más alto, tal vez el más humano: el de la búsqueda de la belleza. Y de unos libros en los “ensanchó horizontes” y aprendió a “mirar hacia fuera”. Habla con la misma veneración de sus grandes maestros que de su abuelo, don Clemente, practicante a caballo en quien vio los primeros rigores del trabajo hecho a conciencia. Y vuelve a reir y recuerda aquello de Vargas Llosa de que “el concepto de imposible retrocede velozmente”.

Habla así Carlos López-Otín. El mismo Carlos López.-Otín que ayer volvió a revolucionar la ciencia. En esta ocasión con la publicación de las claves del envejecimiento, un trabajo que no está destinado, claro, a eliminar arrugas, sino a lo que ha dedicado Otín su alma entera, a desentrañar el misterio de la vida y a hacerlo con un objetivo claro: luchar contra la enfermedad. Habla así y deja claro que el mundo, pese a todo, tiene solución. Solo hace hace falta que haya gente empeñada en ello. Y él lo está. Y, además, sabe cómo hacerlo. Lo aprendió de Julio Verne: “Abre los ojos y mira”.