El camino se mide en kilómetros y en fatigas. Se mide en momentos. Los momentos son paisajes pero también son peregrinos, paisanos que te encuentras al otro lado de la cuneta y mujeres que te ofrecen un frixuelo (una filloa) a la puerta de su casa. El camino tiene sus tiempos, que no siempre son los tiempos que marca el reloj. Ni el sol siquiera. Yo, por ejemplo, he aprendido a apreciar las mañanas. A dejarme calentar la espalda poco a poco mientras amanece despacio, como con pereza. He aprendido a disfrutar del aire que huele, no sé, como supongo que debe oler la pureza.
El camino se mide también por etapas: las oficiales, de no sé dónde a no sé dónde más, y las que tú te vas marcando. Hoy hemos cruzado la Ribeira Sacra, con sus montes pequeños y con sus caminos sinuosos, con sus pinos y con sus benditas mencías, esas que dan un vino sabroso y espeso que huele a gloria y sabe a cielo. Al final, caminando ya en modo ‘Walking Dead’ los 23 kilómetros del día (ayer fueron 30 y hay que ahorrar energías), Rosa (simplemente Ros, de ‘mecagoen’, a esas alturas) me ha dicho: “¿Por qué será que caminemos lo que caminemos, los cinco kilómetros finales son el infierno?”. No he podido contestarle, necesitaba mi aliento, pero creo que ya tengo la respuesta. El problema no es de los kilómetros, es nuestro. El problema es que cuando te parece que ya queda poco dejas de pensar en el camino para pensar en las chanclas y en la ducha y una o tres estrellas de Galicia congeladas. Y entonces el camino te devuelve a tu sitio y descubres músculos de tu cuerpo que no conocías. Porque te duelen.
En uno de esos momentos he descubierto el secreto. Y el secreto, como pasa siempre con las cosas grandes, es sencillo, muy sencillo: cuando piensas que ya no puedes más sólo hay algo que te empuja a seguir adelante, una especie de letanía: Un pie, otro pie y el paisaje; un pie, otro pie y el paisaje; un pie, otro pie y el paisaje…
Le pasa a este camino lo que a todos los caminos, incluidos esos que se toman sin salir de casa. Le pasa que no conviene mirar mucho hacia adelante. Tampoco hacia atrás, naturalmente. La meta no es Santiago. La meta es un pie y después otro.
Hoy es el quinto día y empiezo a tener claro que Santiago no es el final de nada. Puede que tampoco el principio. Porque lo importante, lo ha sido siempre, es dar el siguiente paso. Un pie, otro pie y el paisaje.