Camino a Santiago (y ya si eso llamamos un taxi) Capítulo IV
Por Rosa Iglesias
Los últimos cinco kilómetros de las etapas se hacen siempre duros. Y a veces la dureza roza lo insoportable. Durante ese último tramo, y con independencia de los kilómetros que se lleven en las piernas antes, solo hay dos pensamientos: una cerveza y una ducha, el orden no importa. A veces los baños de los albergues ponen a prueba la destreza de uno, porque al final de un pasillo hay un cuarto con unas cuantas duchas sin puerta ni intimidad. Un espacio donde no existe un gancho para colgar nada. Ni un estante donde poner el neceser. Y es entonces cuando te conviertes en ese ser al que le sobran cinco kilómetros en las piernas, cinco kilos para ser grácil y cinco años menos para luchar por un chorro de agua con una veintena de adolescentes italianas que saben de sobra manejarse en lo precario, y encima van y te tratan de usted.
Más tarde ese grupo de italianas se depila las cejas y se hace un moño en lo alto y empieza el rito del ligoteo. Este es igual en todas partes. Vale perfectamente para bares, albergues y camino en general. El conocimiento inicial es siempre la mirada, un clásico. Después viene el ¿ampollas o tendinitis? Y el ‘creo que nos vimos en la subida de O Cruceiro’. Para este ritual ya te van sobrando más que cinco, quince años. A no ser que atiendas los requerimientos conversacionales del abuelo cebolleta que salió de Roncesvalles para dar la paliza al mundo entero, y, por arte de birlibirloque, siempre duerme en la litera de al lado.
Son treinta las etapas en las que los avezados hacen el camino que se llama francés y es torre de babel, con supremacía austriaca, aún no hemos descubierto bien por qué. Y son aproximadamente 35 los años que voy a tardar en olvidar tanta verdad. El camino se hace al ritmo de tu reloj vital. Y en múltiplos de cinco.