El tipo de cuya cabeza salieron las notas devastadoras y sublimes de ‘Tristán e Isolda’ hubiera estado bastante a favor de invadir Polonia y de alguna que otra barbaridad más; quien escribió el que posiblemente sea el mejor arranque de una novela jamás escrito, aquel de «Lolita, luz de mi vida…», encumbró para la historia de la literatura a un pederasta; el inventor de la pintura moderna, aquel que deshizo en mil planos a las señoritas de Avignon o sobrecogió millones de entrañas con un bombardeo en blanco y negro, nunca fue un padre ejemplar y, como amante, parece que tampoco era gran cosa. Pero Wagner, Nabokov y Picasso hicieron girar al mundo, y siguen logrando que cada día, en algún lugar de ese mundo que gira en parte gracias a ellos, alguien sienta que vive en un sitio un poco más habitable. El arte tiene mucho que ver con la vida y poco con los seres siniestros, que, a veces, se esconden tras óperas, libros o cuadros. Por eso las obras, cuando son de verdad, no son de sus autores sino de quienes las oímos, las leemos, las miramos; de quienes las sentimos.
Conocí una vez a un tipo que solo leía novelas de escritores que le caían bien. O, más exactamente, de escritores con los que estaba de acuerdo políticamente. Ni que decir tiene que el tipo leía más bien tirando a poco y, además, era gilipollas. Tirando a mucho.
Viene todo esto al caso del concierto suspendido de Albert Pla en Gijón por sus exabruptos contra España. Líbreme Dios, el diablo o quien cada uno prefiera, de comparar a Pla con Wagner, con Nabokov o con Picasso, aunque confieso que le vi una sola vez en directo y, sí, me conmovió. Porque lo que Pla ofrece encima de un escenario no son sus opiniones, por más peregrinas o brutales o macarras o tontas o irónicas que sean. Lo que ofrece Pla, lo que vende, de hecho, previo paso por taquilla, es su música. Y eso no tiene nacionalidad, ni entiende de estúpidos nacionalismos. Ni de izquierdas o de derechas. Eso es otra cosa. Y mezclarlo, muy peligroso.