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Juan Neira

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DAÑO PERMANENTE

En la inauguración del XI Congreso de CCOO, Javier Fernández manifestó que la mezcla de crisis y corrupción es un potente ácido que erosiona la democracia rápidamente. Una reflexión muy del estilo del presidente del Principado. La crisis económica, por si sola, ya daña la democracia, porque los cerca de seis millones de parados, y sus familias, no se sienten integrados en el sistema, ni los trabajadores que ganan sueldos ínfimos. La corrupción, por si sola, también engendra ciudadanos nihilistas, descreídos de los valores democráticos. Si juntamos ambos males, el ácido resultante bien podría ser sulfúrico concentrado.

No obstante, no pensemos que ambos males tienen que ir juntos. En épocas de prosperidad, la corrupción creció por encima del PIB. Los pelotazos urbanísticos tuvieron lugar en la etapa de expansión, sentando en el banquillo de los acusados a cientos de concejales, y también a varios diputados y algún presidente autonómico. Las cajas de los partidos recibieron el fruto de negociaciones espurias, entre administraciones y clientes, en coyunturas de crisis y en etapas de abundancia. Si se trata de hablar de crisis y corrupción, hay que decir que se trata de dos fenómenos con un comportamiento distinto: la crisis económica se comporta cíclicamente, estando ausente de la vida nacional durante largos periodos, mientras que la corrupción es un parásito permanente de nuestra democracia, que hace destrozos año tras año. Aunque la verdadera diferencia estriba en que la crisis es el resultado de un sistema económico imperfecto, mientras que la corrupción emana de unos políticos deleznables.

Vayamos al grano. Nadie hablaría de corrupción en un congreso sindical si no fuera porque aparecieron 22 millones en Suiza a nombre de Luis Bárcenas, ex tesorero del PP. Pues bien, pasemos del hecho concreto a la categoría. La corrupción no es cosa de buenos y malos, como creíamos hace 30 años, cuando estaba asociada a políticos neofranquistas ante una izquierda virginal. Desde aquella famosa expresión -“ni de Flick ni de Flock”-, la corrupción rompió los falsos moldes ideológicos y se extendió como una mancha sobre todo el arco parlamentario. No todos los políticos son corruptos, pero todos los partidos han conocido casos de corrupción suficientemente graves y repetidos como para poder tirar la primera piedra.

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por JUAN NEIRA

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