La epidemia de corrupción que asuela a España ha generado una gran sensibilidad social hacia los chanchullos de los políticos, dando paso a una descalificación global de los representantes públicos. Sobre la marcha, con más miedo que convicción, gobiernos y parlamentos han empezado a improvisar respuestas aspaventosas, inventando códigos de transparencia, dejando a diputados sin sueldo (Dolores de Cospedal en Castilla-La Mancha) y creando artificiales cortafuegos entre políticos supuestamente contaminados y políticos oficialmente limpios. Mera gesticulación, propia de una clase política que ha optado por la histeria ante el acoso popular.

En ese ambiente, nada de lo que haga un político es tan grave como aparecer imputado en un sumario judicial. Eso es lo que le acaba de ocurrir a Ángel González, actual portavoz parlamentario. Tras conocerse la citación judicial, un coro de voces se ha levantado en su partido exigiendo que deje sus cargos. Los dirigentes de IU derrotados en la última Asamblea (en IU, la Asamblea juega el mismo papel que los congresos en el resto de formaciones) repiten como loros que hay que dar ejemplo, actuando dentro de la organización de la misma manera que se exige al resto de partidos ante la sociedad. No les interesa entrar en la naturaleza del caso que afecta al portavoz parlamentario, en absoluto relacionado con la corrupción, les basta el mágico término de “imputado” para pedir su desaparición de las instituciones.

Si se olvidaran de querer capitalizar el clima de histeria, caerían en la cuenta de que dirigentes destacados de su partido, como la parlamentaria y ex consejera de Gobierno, Noemí Martín, o el senador y ex coordinador general de IU, Jesús Iglesias, estuvieron imputados, acusados y condenados, sin que nadie les pidiera ningún tipo de castigo político adicional. Ponerse a dar lecciones de ética es muy peligroso.