Desde que Adolfo Suárez Illana anunciara el inminente deceso de su padre, las palabras que más se oyen son “diálogo”, “pacto”, “consenso”, por entender que representan la forma de hacer política del expresidente Suárez. Se añora la época del entendimiento entre líderes y partidos, en contraste con la bronca permanente de la actual clase política. La mayoría de la gente cree que hay que recuperar el espíritu constructivo de los primeros años de la democracia. ¿Es posible alcanzarlo o se trata de un deseo irrealizable?
Si Rajoy quisiera pactar leyes importantes con los grupos de la oposición, como la Reforma Fiscal, aunque hiciera concesiones no llegaría al acuerdo. Las diferencias ideológicas, la sacrosanta razón de partido, la falta de credibilidad de todos los líderes –incluyendo al presidente del Gobierno-, la inercia de tantos años de disensos, se alzarían como obstáculos para el pacto. A ningún partido ni a ningún dirigente se les identifica con los intereses generales de la nación y eso es un lastre para abrir una dinámica de acuerdos. En el 2014 no es posible plantear las cosas como en 1977, porque cuatro décadas de democracia han cambiado los correlatos del debate político. Hemos visto cómo las llamadas para aprobar medidas de salvación ante la crisis económica han quedado sin respuesta. Todo lo que ha sucedido con la Ley de Educación muestra hasta qué punto resulta utópico hablar de grandes consensos, con varios partidos, como hizo Adolfo Suárez en los Pactos de la Moncloa, a los cuatro meses de ganar las primeras elecciones.
En la actualidad, la arquitectura de los acuerdos tiene que empezar por PP y PSOE. Los dos grandes partidos nacionales deberían acordar una política común ante el desafío independentista catalán, las líneas maestras del nuevo modelo de financiación autonómica y las exigencias de la Comisión Europea. Pueden mantener total autonomía ante los presupuestos del Estado, porque un partido de izquierda y otro de derechas no tienen por qué gobernar juntos. Adolfo Suárez gestionó los Pactos de la Moncloa desde el Gobierno, mientras el resto de partidos firmantes se mantenían en la oposición. El drama en España es que no se pueden pactar cuestiones básicas para embridar el nacionalismo catalán, para compaginar autonomía y solidaridad entre los territorios o para dar una imagen de solidez ante Bruselas. Con Suárez era distinto.