Se cerró la campaña electoral sin haber despertado interés entre los ciudadanos. Hay mucha más expectación por ver quién gana la final de Lisboa que por conocer al triunfador de los comicios europeos. No me extraña. Aunque la memoria flaquee, en otras elecciones al Parlamento de Estrasburgo pasó algo parecido. Puede que ahora haya un mayor distanciamiento, perfectamente lógico, porque hace diez o quince años, de la UE llegaba el maná de los fondos y ahora nos castigan con los recortes. Europa era una madre que se convirtió en madrastra. Y lo que es más indignante, el cambio de rol de Bruselas ha provocado una pérdida de autoestima colectiva, de modo que volvemos a admirar a los alemanes, como no ocurría desde los tiempos de la autarquía, y sentimos desprecio por nosotros mismos, cuando hace unos pocos años nos sentíamos la envidia del Continente.
El desinterés tiene causas objetivas. En las elecciones locales, autonómicas y generales, la gente no acude a las urnas pensando en concejales y diputados, sino en contribuir a elegir al presidente de Gobierno o al alcalde del Ayuntamiento. En los comicios tradicionales se vota poder. En la cita de las europeas no se sabe lo que se vota. Elegimos a 54 diputados sobre un total de 751. A partir de ahí desconocemos lo que ocurre. En la práctica, esos 54 diputados se dividen en subgrupos que a la vez se integran en grupos más grandes, donde están en minoría porque hay países con muchos más representantes que nosotros. Nuestro sufragio se parece mucho al de cualquier persona que votó la canción de Ruth Lorenzo en el Festival de Eurovisión. Sin saber cómo, a la hora de la verdad, gana la mujer barbuda. Las limitaciones son tan grandes que la Cámara de Estrasburgo no controla al órgano de Gobierno, la Comisión Europea, como hacen todos los parlamentos. El poder en la UE lo tiene el Consejo Europeo, que no tiene nada que ver, ni directa ni indirectamente, con las elecciones del domingo.
También hay razones subjetivas que lastran la participación. Por encima de todas está el papel de los eurodiputados, unos señores que ganan 17.000 euros al mes y ven gravadas sus rentas por un tipo impositivo del 22%. Ganan como futbolistas y cotizan como peones. Un escándalo sin paliativos. En pleno siglo XXI juegan el mismo papel que los hidalgos en la sociedad estamental. Con esas premisas, objetivas y subjetivas, no funcionan los mecanismos democráticos.