En el Palacio Real, Don Juan Carlos Borbón sancionó su última ley como jefe del Estado, firmando la abdicación de la Corona. Atrás quedan treinta y ocho años de un reinado con más luces que sombras. La misión fundamental que debía desempeñar para los españoles la llevó a cabo satisfactoriamente y erró en aspectos secundarios o en simples anécdotas que así serán juzgadas cuando pasen unas décadas. En buena medida, pisó los mismos charcos que Francois Mitterrand, pero como los franceses están orgullosos de su Estado y tienen un gran concepto de su país, nadie incurrió en el esperpento de convertir en chivo expiatorio de sus males a la primera autoridad del Estado. En una coyuntura adversa, con muchas dificultades económicas y políticas, se entiende que haya sectores de la sociedad que alivien sus frustraciones disparando por elevación, pero es imperdonable que la elite de nuestra clase política, sentada en el Congreso de los Diputados, encamine sus esfuerzos para dañar la “marca España”, con un deprimente debate sobre el blindaje legal del Rey, en el que cada grupo político dice una cosa distinta. El PP quiere aprobar, urgentemente, un fuero que proteja al ex jefe del Estado de iniciativas penales y civiles contra su persona. El PSOE dice que no va a poder firmar con el PP el estatus jurídico de Don Juan Carlos. Por su parte, Cayo Lara está en contra de otorgar el fuero y recuerda, por si no nos habíamos enterado, que está a favor de la República. Rosa Díez plantea la alternativa radical: está en contra de que se le dé fuero a cualquier español.
La ceremonia de proclamación de Felipe VI se ha preparado de forma contenida, como si tuviéramos miedo a que la Comisión Europea nos reprenda por tanto gasto. El problema es más profundo y tiene que ver con todo lo anterior. La Monarquía es el gran símbolo de nuestro sistema político. El Rey no tiene poderes, pero junto a la bandera y el himno nacional simbolizan la nación, el proyecto colectivo del que participamos los españoles. El uso de la bandera sólo está normalizado en los eventos deportivos, el himno no tiene letra y la Monarquía se tolera si está relegada a segundo plano. Portugueses, italianos o argentinos pueden estar orgullosos de sus países y símbolos, así como catalanes, andaluces o canarios, pero el español tiene que sentirse acomplejado. Un mal colectivo que sólo se remedia el día que aceptemos que tenemos un grave problema de identidad.