Del día 2 al 19 de este mes hemos vivido un periodo político distinto, caracterizado por un hecho infrecuente como es el relevo en la Jefatura del Estado. Don Juan Carlos de Borbón abdicó y el Príncipe de Asturias se convirtió en Felipe VI. El trámite legal y administrativo de la sucesión es sencillo, hasta el punto de solventarse en quince días aunque hubo que redactar, discutir y aprobar una ley orgánica, pero políticamente resultó conflictivo y de ahí las manifestaciones y protestas de los nostálgicos de la Segunda República. Banderas y discursos evocaban los años treinta del pasado siglo, cuando todo indica que un hipotético presidente de la República estaría mucho más cerca del perfil de Federico Trillo que de Alcalá Zamora.
La otra cuestión relevante de la transición entre monarcas fue el asombroso asunto del blindaje de don Juan Carlos de Borbón al reingresar en la sociedad civil. Zarzuela, Gobierno y grupos parlamentarios se entregaron a un intercambio de opiniones que erosionó la imagen de nuestro sistema democrático. No se pudo hacer peor. Organizar una discusión a varias bandas para que el aforamiento del padre del Rey sea únicamente apoyado por el Grupo parlamentario del PP, con el escueto respaldo de los 2 diputados de Foro y Unión del Pueblo Navarro, es deprimente. Lo más desasosegante es la urgencia de la tramitación parlamentaria, al incluir el blindaje entre dos enmiendas a la Ley Orgánica del Poder Judicial, para que en unas semanas el exjefe del Estado disponga de escudo legal. Si el Gobierno considera que la principal prioridad parlamentaria es colocar a don Juan Carlos en un burladero legal debe estar preparado para contestar sobre las razones concretas que le hacen pensar que en caso contrario podría ocurrir una catástrofe.
La llegada de Felipe VI provoca expectación. ¿Qué puede hacer el nuevo Rey? ¿Se abre una etapa política distinta? El estatus de las monarquías constitucionales apenas deja espacio de actuación al titular de la Corona, quedando convertido en gran símbolo del sistema. No obstante, los símbolos tienen una gran importancia y la ausencia de un desarrollo legal sobre la forma de concretar su papel moderador y arbitral dejan un cierto margen de actuación al Monarca si tiene voluntad de hacerlo, como así parece a juzgar por lo expuesto en el discurso de la proclamación (“Pero las exigencias de la Corona no se agotan en el cumplimiento de sus funciones constitucionales. He sido consciente, desde siempre, que la Monarquía parlamentaria debe estar comprometida con la sociedad a la que sirve”).
LA DIETA
El Rey debe ser ejemplo de austeridad, sencillez y cercanía. Está la sociedad española demasiado sensibilizada con los abusos de la clase política, como para incurrir en frivolidades. El Monarca tiene que ser el primero en llegar a los escenarios de catástrofes y calamidades, el más pendiente de las víctimas, el sincero receptor de las quejas. El Rey puede y debe abrir un canal de comunicación con los ciudadanos que reclaman su intervención en cualquier asunto de la vida cotidiana. Línea directa con la sociedad.
Sin gestos forzados, con toda naturalidad, el Monarca debe visualizar el concepto de Familia Real. No hay otro cargo público en España que lleve incorporada la alusión a la familia, así que es bueno que los ciudadanos observen que la Familia Real es una familia real.
Con unas gotas de sentido común y la responsabilidad que se le supone a un jefe del Estado, el comportamiento austero, sencillo y cercano hará subir como la espuma la nota del Rey en las encuestas de opinión pública. La filosofía de su actuación debe partir de un principio elemental: la gente quiere a los líderes cuando se identifica con ellos. En ningún caso, y menos que nunca en épocas de crisis, un rey constitucional puede confundirse con un jeque.
Y llegamos al campo de la política. El aspecto más inquietante de la política española tiene que ver con una cuestión en que la Corona juega un gran papel simbólico: la unidad de España. Para el 9 de noviembre está lanzado el desafío independentista bajo la fórmula del derecho a decidir. Las cosas están peor de lo que deberían estar porque Rajoy optó por no confrontar con la Generalitat. La demagogia (“España nos roba”), con descargas emocionales identitarias (“Siempre fuimos una nación”), ha colocado a los catalanes al borde de cometer el mayor error de su historia. Al final, algo habrá que negociar y mucho habrá que conservar. En ese tracto, la figura del Rey puede ser esencial para propiciar el imprescindible consenso.
TRES TAREAS
Hay muchos asuntos en que el Rey tiene un gran papel, pero voy a citar sólo tres. En tiempos de partitocracia y corrupción, el Jefe del Estado debe erigirse en el modelo de administrador ejemplar, dando cuenta escrupulosa de ingresos y gastos. Para los que crean que es imposible, harían bien en recordar el papel jugado por Sandro Pertini en la Italia gobernada por la Democracia Cristiana.
Don Felipe de Borbón debe animarse y reflexionar sobre la Educación. La Educación es mucho más que el ministro Wert y las camisetas verdes de los “anti-Lomce”. La Educación es una mezcla de valores, ejemplos, aplicaciones científicas, revitalización del patrimonio común, modelos de vida. Recuerdo gratamente algunas incursiones que hizo en esa materia el Príncipe de Gales hace más de 30 años.
Por último, el Monarca debe ser el gran embajador de España en el mundo, una tarea que desempeñó a la perfección su augusto padre, el Rey Juan Carlos I.