“A estas alturas -se lo digo de verdad- no pongo la mano en el fuego por nadie, sólo respondo por la actitud del Gobierno con cualquier caso de corrupción” La frase es de Javier Fernández en el turno parlamentario de respuesta a Aurelio Martín (IU). Seguro que es un comentario sincero, pero no por eso menos demoledor. El secretario general del PSOE, y presidente del Principado, ni siquiera responde por sus colaboradores, sólo está firmemente convencido de que el Gobierno actuará de forma contundente ante los corruptos. Con todo lo que ha llovido el presidente se ha vuelto escéptico y está dispuesto a no sentirse sorprendido por cualquier barbaridad cometida por personas cercanas o lejanas.
No recuerdo que ningún jefe de Gobierno haya hecho jamás una confesión semejante, aunque sólo sea por elevar la moral de la tropa. Hasta ahora, la doctrina oficial ante la corrupción pasaba por decir que la inmensa mayoría de los políticos eran personas honradas a carta cabal, y que sólo una ínfima minoría deshonraba al colectivo. Javier Fernández no distingue entre mayorías honradas y minorías emponzoñadas, para dar paso a una desconfianza generalizada, sin excepciones, por temor a quemarse las manos. Cuando Riopedre fue detenido (por cierto, uno de los poquísimos políticos, que tras pasar por la cárcel y estar imputado en un abultado sumario, nadie haya podido demostrar que se quedara con un solo euro), Javier Fernández nos dejó aquella impagable frase, “a mí que me registren”, que dio tanto juego en los blogs, que viene a ser un canto al individualismo, en las antípodas de cualquier asunción colectiva de responsabilidades. Tras la declaración del presidente, cualquier diputado opositor haría bien en desconfiar de los miembros del Gobierno, porque el presidente no está dispuesto a responder por ellos.
Es muy molesto trabajar con un jefe que no se fía de uno. Pensar que los demás pueden ser desleales debería obligarle a trabajar solo. La lealtad del jefe se mide por la confianza, un valor hacia el que cualquier trabajador se muestra sensible. No hay nada más gratificante que oír a alguien decir “me fío de ti con los ojos cerrados”. Si Javier Fernández reflexiona verá que su frase es absurda, porque es tan erróneo meter la mano en el fuego por todos, como no meterla por nadie. Convertir el aserto en lógico lleva a una conclusión sonrojante: sólo me fío de mí, porque soy mejor que el resto.