En vísperas electorales los debates en las Cámaras se hacen de cara a los televidentes, oyentes y lectores, en perjuicio de los parlamentarios. Tocaba organizarle una pequeña escandalera a Rajoy en el Senado, y salió de la sesión plenaria entre gritos de “dimisión”. El presidente de Gobierno se lo tenía bien merecido porque desde el mes de febrero no comparecía ante los senadores, aunque no fue esa razón de la bronca. Es una buena ocasión para rescatar la figura de Zapatero, el presidente que más hizo por dar relevancia a la Cámara alta con sus periódicas comparecencias. En España los líderes políticos tienen grandes afanes parlamentarios cuando están en la oposición, pero en cuanto llegan a La Moncloa se cansan enseguida de escuchar las peroratas de los rivales, y si está en su mano evitan pasar por ese trance. Zapatero no poseía una gran capacidad dialéctica (sólo tenía una buena voz), pero se fajaba con los senadores como no había hecho ninguno de sus predecesores. Con Rajoy se vuelve a los viejos tiempos.
La portavoz socialista, María Chivite, tuvo su día de gloria atacando al presidente del Gobierno, para lo que se valió de Cristóbal Montoro, Bárcenas, el marasmo del sector energético, etcétera. Rajoy, fiel a su costumbre, no entró al trapo y repitió una vez más su archiconocido discurso de que el Gobierno del PP sacó a España de la crisis y ojalá no vuelva pronto el PSOE al poder para no hundir al país. Y se fue.
La razón está en un punto intermedio entre Rajoy y Chivite. En este mandato conocimos tantas revelaciones sobre el proceder de las direcciones y de los gobiernos del PP que hasta el presidente tuvo que inventar un modelo nuevo de intervención en la vida política: el escaño-plasma. Una forma ingeniosa de hablar sin oír críticas. Del PSOE conocimos nuevos escándalos de corrupción, entre ellos, la ristra de chorizos andaluces más larga de la democracia. Ninguno de los dos grandes partidos puede presumir de su pasado. Esa es la razón por la que nuevos grupos políticos, como Podemos y Ciudadanos, hayan crecido tanto en las encuestas sin tener presencia en las instituciones. Puede que el voto a los jóvenes líderes políticos emergentes, como Iglesias y Rivera, despierte una cierta sensación de incertidumbre, pero con las certezas del PP y del PSOE no se va muy lejos. Harían bien Rajoy y Pedro Sánchez en preguntarse por qué mucha gente considera más fiables a Albert Rivera y a Pablo Iglesias.