Las declaraciones de los líderes políticos españoles hay que inscribirlos dentro de la resaca catalana. El optimismo o pesimismo de sus mensajes tiene esa causa. Rajoy, máximo responsable del partido que salió peor parado de los comicios, se muestra con ánimo contrito al declarar que la mayor factura para el PP son las causas judiciales relacionadas con la corrupción. Nunca había sido tan explícito el presidente del Gobierno. Es muy probable que tenga razón, nada fue más corrosivo para su partido que la suma de los papeles de Bárcenas y los episodios de Gürtel, Púnica y un largo etcétera. Los recortes presupuestarios, pieza clave en la lucha contra el déficit público, los llevaron a cabo todos los gobiernos de la UE, especialmente los del Sur de Europa. Ahí está Portugal que sufrió un ajuste más duro que nosotros, y el partido en el Gobierno rozó el 40% de los votos, ganando los comicios. En el caso de España, Rajoy puede jugar la baza de la recuperación económica y, aun así, lo tiene muy mal para ganar al tándem, PSOE-Podemos.
Cuando faltan dos meses y medio para las elecciones generales, Rajoy declara que el mensaje del PP no puede reducirse a cantar el final de la crisis económica. No es fácil cambiar ahora de discurso. El Gobierno volcó toda su actividad en equilibrar las cuentas públicas, en llevar a cabo la reforma laboral y en reordenar el sector bancario. Tres asuntos de enorme importancia que justifican la tarea de una legislatura. Ahora bien, cometió errores de bulto, como la gestión de los desahucios, la aprobación e implantación de la Lomce, el carajal de la reforma del modelo energético y el hermetismo ante el desafío del independentismo catalán (la reforma fiscal hay que verla más como una ocasión perdida que como un error de bulto). Intentar hacer política con un gobierno de perfil bajo, como lo prueba el hecho de que para discutir con Oriol Junqueras hubo que recurrir al ministro de Asuntos Exteriores, es harto complicado.
Rajoy dijo que “no voy a polemizar con el señor Aznar”. El problema del presidente no es que rehúse discutir con su antecesor en el cargo, es que evita polemizar con cualquiera que tenga una idea diferente. Esa permanente inhibición puede que en ocasiones sea un acierto, pero como norma de conducta es un error. Cuatro años de duelos parlamentarios minutados con Rubalcaba y Sánchez, y el resto lo abordó con la tecnología del plasma. Ya es tarde para rectificar.