Los atentados de París provocan una doble sensación de estupor y consternación, común a todas las grandes tragedias originadas por las distintas modalidades de terrorismo. El conocimiento de la amenaza no resta un ápice a la sorpresa; la irracionalidad de la acción no impide que nos preguntemos por la causa. Dos días más tarde, millones y millones de personas no pueden quitarse de la cabeza las imágenes de la matanza. Los actos cotidianos carecen de importancia, mientras una poderosa corriente de sentimiento aflora desde todos los rincones del mapa para realizar un viaje invisible hacia París: la necesidad colectiva de sumarse al “je suis parisien.”
Constatada la respuesta emocional ligada a los actos de terror, conviene sacar enseñanzas de lo ocurrido y poner en la superficie aspectos que no están suficientemente valorados.
El balance provisional de la tragedia, con 129 muertos y 352 heridos, 89 de ellos muy graves, afecta a una ciudad que ya había sido severamente golpeada el pasado 7 de enero, con doce ciudadanos asesinados en el ataque a la sede del semanario satírico, Charlie Hebdo, y otros cuatro al día siguiente en un supermercado.
Lo primero que hay que destacar es la respuesta de las instituciones democráticas francesas. Hollande calificó lo sucedido de “acto de guerra del Estado Islámico”. El jefe del Estado asegura que los terroristas serán castigados “sin piedad”. Por tercera vez en la historia de la República, se ha declarado el estado de emergencia, y se despliegan 1.500 soldados, que contando los que ya estaban patrullando suma un contingente de 8.500 miembros del Ejército en la calle. Así actúa la quinta potencia del mundo. Conclusión: una respuesta sin complejos, mirando a los ojos al enemigo y dispuesto a hacerle pagar cara la ruindad de matar a personas inocentes e indefensas.
HOLLANDE Y EL 11-M
Ya sé que todas las comparaciones son odiosas, pero no puedo evitar acordarme de lo sucedido al día siguiente del 11-M, con la clase política dividida y enfrentada, e incapaz de hablar con la contundencia de Hollande. ¿Ante un hipotético atentado islamista en Madrid respaldaríamos el despliegue del Ejército o la declaración del estado de alarma? En Francia, las autoridades tienen las ideas claras: seguirán los bombardeos en los enclaves del Estado Islámico y están convencidos de que van a ganar la guerra.
Reconocer la dimensión exacta del desafío terrorista es la condición inicial para salir triunfante del trance. Hay que evitar hacer caso de los cantos de sirena de los predicadores de vías indoloras. En 1990, cuando Irak invadió Kuwait para apoderarse de los pozos de petróleo, durante cinco meses se fue gestando una coalición internacional para derrotar a Sadam Husein. En España, un sector numeroso de intelectuales y políticos pugnaba por excluirnos de la coalición y proponían como sucedáneo convocar una conferencia de paz. Por fortuna, Felipe González no les hizo caso.
Para liberar a un grupo de españoles que estaba retenido en Bagdad, viajaron Gustavo Villapalos y Cristina Almedia, entre otros, a ver al dictador. Como ocurre siempre en esas circunstancias, Husein accedió a la petición y Cristina Almeida declaró: “nuestra misión no ha terminado. Ahora nos hemos convertido en defensores de los 18 millones de iraquíes pendientes de una agresión y soportando un embargo”. De esa manera se habla cuando se añade la confusión mental a la falta de principios.
Todo lo dicho no es suficiente para liberarse de la amenaza si la represión directa no va acompañada de medidas políticas, sociales y económicas para cortar cualquier corriente de empatía con los grupos terroristas. Ese es el drama de Francia.
El GHETTO
Debido al vínculo colonial con el Magreb, miles de islamistas se establecieron en las principales ciudades de Francia en los años sesenta. La crisis del petróleo, en la siguiente década, hizo que se ampliaran las familias musulmanas residentes en Francia. Posteriormente, las nuevas generaciones iniciaron las reivindicaciones que estallaron en los graves disturbios de 2005.
París tiene una periferia formada por núcleos urbanos donde no hay ya ni clase media ni clase trabajadora, sólo una masa de inmigrantes postrados que viven de subsidios. En la segunda región más rica de Europa, tras Westfalia-Renania, anidan millones de jóvenes sin presente ni futuro, que no fueron integrados, en su día, por la escuela laica, y ahora abrazan el islam porque les da identidad y refuerza sus lazos sociales. Ante la desesperación, no hay un mensaje más potente que el de la religión. El Corán guía sus hábitos cotidianos, de ahí la observancia del “halal” (comida, ropa, lenguaje, etcétera, permitidos por la doctrina), cada vez más acusada entre los jóvenes. Sobre esa base social crecen rápidamente las visiones más radicales del islamismo.
Hollande tuvo buen cuidado en decir que la secuencia de atentados había sido planeada en el exterior, pero uno de los terroristas que se suicidaron era ciudadano francés. Una consecuencia directa del terrorismo islamista será el aumento de la xenofobia, cuando para prevenir futuras matanzas hacía falta integrar a los marginados, para que no interpreten el Corán con deseos de venganza.