Nadie está libre de contradicciones. Javier Fernández, tampoco. Un hombre estudioso, dominador de diversas materias, como la energía, la industria o la financiación autonómica, y conocedor de otras, como la educación, la problemática agraria, la economía o los servicios sociales, tuvo su mejor registro político en el trabajo orgánico, en la dedicación al partido, integrando a tirios y troyanos.
En la política asturiana, Javier Fernández cobró protagonismo al ser elegido secretario general del PSOE; y en la vida nacional, tras cinco años de perfil bajo como presidente autonómico, concitó la atención de todos los medios a través de la presidencia de la comisión gestora, organismo montado para ocupar el vacío de poder dejado por la dimisión de Pedro Sánchez.
Dos trabajos de partido para los que no sirve de nada los conocimientos en energía, industria, financiación territorial o impuestos, pero que le han dado fama de político serio y riguroso. Un caso excepcional: la forja de un hombre de Estado a través de una tarea de partido.
El paso decisivo en su biografía política lo dio en el año 2000. La tensión entre las dos principales familias del PSOE, oficialistas (villistas) y renovadores (Gijón, Avilés, y poco más) llegó al punto más alto. El presidente Areces cometió un tremendo error estratégico al relevar a Manuel Menéndez de la presidencia de Cajastur a los cuatro días de abandonar Joaquín Almunia la secretaría general del PSOE.
Areces pensaba que los oficialistas estaban en un momento difícil por el batacazo llevado en las elecciones generales del 12 de marzo, sin reparar en que era él quien trabajaba sin red, porque había un vacío de poder que no lo suplía la comisión gestora (otra gestora) presidida por Manuel Chaves.
Fernando Lastra y compañía redactaron una Ley de Cajas contraria a los intereses del Gobierno socialista, que fue aprobada por todos los grupos en la Junta General del Principado. Luego, en una ronda de negociaciones nocturnas en un hotel de la capital, el Soma puso a Areces contra la pared: aceptas la entronización de Menéndez o dimites.
El día (2 de agosto) que Menéndez retornaba a la presidencia de Cajastur, Zapatero, recién llegado al cargo de secretario general, llamó a las ocho de la mañana a Areces pidiendo que se aviniera. En un pequeño cónclave celebrado por los renovadores en Presidencia, las opiniones estaban divididas, pero Areces no podía tirar la toalla a los 13 meses de haber ganado las elecciones por mayoría absoluta.
INTEGRADOR
En el congreso de otoño se dirimía el enfrentamiento interno, y entonces Villa se sacó de la chistera al candidato Javier Fernández, consejero de Industria en el Gobierno de Areces. Un dirigente con nula experiencia en la gestión del partido, dispuesto a hablar con entusiasmo del mini horno eléctrico alimentado por chatarra, que era el equipamiento estrella para la siderurgia (menos mal que esa joya quedó reservada para Vizcaya, y así le va a la acería vasca, con toda la plantilla regulada y la producción parada). Javier Fernández también le había echado el ojo a la regasificadora, pero Rodrigo Rato no estaba por la labor. Hubo que esperar a que Zapatero levantara el veto.
Javier Fernández no daba titulares, se mostraba como un señor discreto, sin ninguna concesión a la demagogia (ahora se dice populismo), preocupado por la política de las cosas, no por el poder interno en los partidos. Y, sin embargo, aceptó el encargo de lanzarse a la batalla contra los renovadores, pese a formar parte de un Gobierno presidido por el líder de los renovadores.
En el mejor discurso de su carrera política (este invierno, para el Comité Federal preparó una pieza de mérito, pero cometió la equivocación de recitarla de memoria, y el lenguaje hablado no tiene las mismas reglas que el escrito) puso a los delegados del congreso de pie en medio de una ovación atronadora y ganó el duelo.
Al empezar su discurso dijo, “no llevo publicidad en mi camiseta” El militante socialista más famoso de Oviedo comentó que la camiseta estaba en blanco, porque la publicidad la llevaba grabada en la piel (alusión al pacto de sangre con el Soma). Pero se equivocó.
Unos días más tarde, comiendo Fernández con un grupo de periodistas, al preguntarle cómo se podía mantener el Gobierno de Areces con todos los grupos parlamentarios en contra, incluyendo a la mayoría de los escaños socialistas, dijo que “la garantía para el Gobierno de Tini soy yo”. Y así fue.
Villa presionó al máximo, obligando a Areces a firmar el Plan Complementario para las Comarcas Mineras (156 millones de euros), en una época en que las cuencas recibían una riada de dinero que se iba por el sumidero de la incompetencia. El Gobierno regional salió del atolladero gracias al profundo sentido institucional de Javier Fernández.
JAVIERISMO
De una forma silenciosa y rápida, las principales agrupaciones del Nalón dejaron de estar comandadas por Villa para tomar a Javier Fernández como líder. La agrupación socialista de Gijón, bastión de los renovadores, también pasó a engrosar las filas de Fernández. Las etiquetas se diluyeron. Dejaron de existir los villistas, los renovadores y la tercera vía, para dar paso a una amplia corriente, el “javierismo”, que englobaba a cerca del 90% de la militancia.
Se acabó con el pernicioso juego de Villa, consistente en tener gobiernos débiles que manejaba el Soma a su antojo. Presidentes, como Pedro de Silva o Rodríguez Vigil, carecían de apoyo orgánico y gobernaban a los dictados del líder del Soma. Trevín salió respondón y le hicieron la vida imposible hasta caer derrotado en las urnas. Hasta que Javier Fernández llegó a la secretaría general de la FSA los presidentes gobernaban en libertad vigilada.
La facilidad de Fernández para hacerse con las riendas del PSOE es equiparable a su pragmatismo para llegar a acuerdo con sus rivales políticos. Cuando Álvarez-Cascos irrumpió en la escena política asturiana, tras seis años de alejamiento, Javier Fernández comprendió que la forma de derrotarlo no estaba en la unidad de la izquierda sino en la división de la derecha. Y se puso a ello.
Con el PP pactó la Mesa de la Junta General del Principado, y con el mismo partido maniató a Cascos aprobando en el Parlamento una insólita medida por la que se sustraía al Gobierno asturiano la gestión del sector público. Luego, PSOE y PP rechazaron los presupuestos. Izquierda y derecha unidas jamás serán vencidas. Con Javier Fernández en el poder, el PP aprobó por primera vez en toda la etapa autonómica las cuentas regionales de un Gobierno socialista.
La eficacia del líder socialista para unir a su partido no se ha traslado a su acción como presidente del Gobierno. Tras cinco años en el poder, el Ejecutivo socialista proyecta una pálida sombra que exige una explicación.
GOBERNANTE
A mi juicio hay tres razones que lo explican. Javier Fernández tiene fama de pesimista, pero lo cierto es que se siente incapaz de embellecer la coyuntura. Sabe que la solución a la mayoría de nuestros problemas reside en el exterior, en manos de Merkel, Draghi o Bruselas, y todo lo que se puede hacer desde Asturias le parece un placebo. No sabe vender motos.
En segundo lugar renuncia a cultivar la dimensión de mediática del gobernante, que es lo mismo que apostar por una imagen mate. Por último, fruto de una mentalidad analítica, las dudas contornean a las certezas, lo que le lleva a no tomar riesgos.
Un lustro más tarde, la región sigue sin reformar el sector público, las listas de espera crecen en la sanidad, nuestros bachilleres no aprueban el “first”, y la concertación social mantiene el decorado de cartón piedra.
Javier Fernández renuncia al liderazgo en el partido cuando ya hay un grupo, los “sanchistas”, dispuestos a tomar el poder con el apoyo de las bases del PSOE. Se avecinan dos años de convivencia complicada.
Está por ver que los nuevos amos del partido aplaudan los acuerdos presupuestarios de Javier Fernández con el PP, porque esa política puede ser beneficiosa para Asturias pero es contraria a los intereses de Pedro Sánchez. A lo mejor, espoleados por Podemos e IU, apuestan por una alianza tripartita de izquierdas, como la que gobierna en el Ayuntamiento de Oviedo. Una traslación difícil de realizar porque Javier Fernández no es Wenceslao López.
Si el año que viene el Principado prorroga los presupuestos es que funciona el doble veto: Javier Fernández rechaza a Podemos y los “sanchistas” al PP. Ambos podrán decir que no es no.
Por encima de los avatares de la coyuntura, dejar un partido profundamente dividido cuando se dedicaron las mejores energías a unirlo debe dejarle a Javier Fernández un poso de tristeza. Convertir el éxito de 16 años de trabajo en papel mojado por la dichosa abstención ante la investidura de Rajoy es un tanto injusto.
Esta reflexión se la hacía el otro día a un alto dirigente socialista y me interrumpió para decirme que la política imita a la vida y que lo que le ocurre al PSOE, le pasa a las empresas, a los sindicatos, a las organizaciones culturales o deportivas. Cierto: por eso el Sporting milita en Segunda.