Aunque no se pueda dar por terminado -ni mucho menos- el pulso entre el Estado y las fuerzas independentistas catalanas, urge sacar algunas conclusiones de lo ocurrido hasta ahora, porque si aplazamos la reflexión algunas fechas más nos encontraremos sumidos en la precampaña electoral y todo el mundo estará hablando de candidaturas, encuestas, porcentajes de voto, pactos y mayorías parlamentarias, sin haber extraído antes las oportunas enseñanzas.
EVIDENCIAS
Vamos a empezar por las evidencias. Los partidos nacionalistas catalanes –¿sólo ellos?- se han transformado en partidos independentistas. Su objetivo a corto, medio y largo plazo es constituir un estado soberano, que sólo esté vinculado a España por pactos internacionales. Hacerles rectificar y volver a la senda autonómica no es una tarea fácil y requerirá de un plan complejo que empiece por demostrarles lo inútil y gravoso que resultan las maniobras realizadas en los dos últimos meses.
Desde la Generalitat los grupos independentistas han logrado que su mensaje llegue a todos los rincones del mundo. De “Catalunya” se escribe y se habla en todos los continentes. La inutilidad del ministro de Asuntos Exteriores, y su equipo, hizo que un pueblo que goza de un amplísimo autogobierno se visualice maniatado por una mordaza.
El bloque constitucionalista se reduce a PP, PSOE y Ciudadanos. Quiero decir que el apoyo dado para aprobar la Constitución o los estatutos de autonomía no se trasladan a la hora de defender la ley de leyes. Además, en el caso del PSOE, su postura está condicionada por la política del PSC.
Para parar el golpe de los independentistas hubo que echar mano de recursos extraordinarios: la intervención valiente y arriesgada de Felipe VI y la aplicación del artículo 155 de la Constitución.
La pieza fundamental para disuadir al “Govern” y al “Parlament” de desarrollar el guión republicano fueron los tribunales. Desde el Tribunal Constitucional hasta el Tribunal de Cuentas, pasando por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo. Con otras palabras: la profesionalidad de los jueces, asumiendo costes y peligros, detuvo la rebelión. La política de Mariano Rajoy de no mover un dedo hasta el último momento, como si no pasara nada, fue profundamente equivocada.
CONSECUENCIAS
Los conflictos entre el Estado democrático y los movimientos independentistas van a repetirse. Antes o después, de una u otra manera, la tensión entre dos posturas irreconciliables, una basada en la ley y la otra espoleada por una reconstrucción mítica del pasado y la ilusión de un futuro feliz como país rico e independiente volverán a chocar.
La anunciada reforma constitucional y el nuevo modelo de financiación autonómica irán en la línea de acomodar el andamiaje legal a las necesidades del nacionalismo. No voy a entrar en esta cuestión, aunque creo que los objetivos del independentismo desbordan cuantas reformas se hagan en esas materias.
Sin embargo hay medidas más modestas que adoptar para evitar que la unidad de España dependa del discurso del Rey o de la decisión de un juez. En Cataluña hay, habitualmente, 2.800 policías nacionales y 1.900 guardias civiles. Para hacer frente al desafío independentistas del 1-O hubo que trasladar agentes de toda España y alquilar tres cruceros; una doble solución chapucera e inútil, como se pudo comprobar.
Lo más sensato sería contar con instalaciones estables y una fuerza pública mucho más numerosa. Un despliegue que estaría también justificado en las competencias de la lucha antiterrorista que deberían recaer exclusivamente en la Policía Nacional y la Guardia Civil. Las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado no pueden tener una presencia marginal en ningún lugar de la geografía española.
Otra medida a adoptar sería la transferencia de competencias sobre delitos de sedición y rebelión a la Audiencia Nacional. Aunque en esta ocasión el comportamiento de los jueces en Cataluña ha sido más que ejemplar, no se puede repetir el experimento de tener que decidir sobre asuntos muy espinosos con los manifestantes dando gritos a las puertas del Palacio de Justicia. Cuando un juez se quita la toga es un simple señor de clase media acomodada que no puede estar sometido a presiones intolerables.
Sea cual sea el tratamiento que reciba Cataluña en el nuevo modelo de financiación autonómica, no se debe importar el concierto económico vasco. Por dos razones. Es inasumible que haya zonas de España donde el Estado no recaude ni un euro. Un caso único en el mundo.
En segundo lugar, a la comunidad autónoma catalana se le puede transferir los recursos fiscales que se acuerden, pero el acto de recaudar debe ser una competencia estatal. A la vista de lo que ha sucedido estos meses, si hubiera habido una agencia tributaria catalana soberana la república no hubiese quedado frenada nada más declararla.
Por último, la Alta Inspección del Estado debe tener un papel activo para controlar la enseñanza que se imparte. Una labor a realizar en todas las comunidades autónomas y, en especial, en las que cuentan con un relato propio.