Se cumple una semana desde que empezaron los disturbios en Cataluña, a las pocas horas de hacerse pública la sentencia del ‘procés’. La controversia sobre la sentencia ha quedado atrás. Tampoco se ha abierto un debate sobre el indulto ya que la propia sentencia deja la puerta abierta para que el propio Quim Torra mande para casa a los penados, con una rauda interpretación del tercer grado. Los manifestantes no van a sacar a los sediciosos de la cárcel ni lo pretenden. La sentencia ha sido una disculpa para reanudar el pulso de los independentistas por implantar la república catalana, una iniciativa que quedó varada con la fuga de Puigdemont. Si en el otoño de 2017 la desestabilización empezó con las leyes de desconexión, esta vez la estrategia pasa por romper la convivencia en la calle, con el objeto de demostrar que el problema de Cataluña está candente y necesita una solución a través de una negociación entre iguales (gobiernos de España y Cataluña) que dé paso a una separación pactada. El plan puede parecer delirante, pero ya lo dijo la sentencia del Tribunal Supremo, toda la revuelta de 2017 fue fruto de una «ensoñación». Dormidos o despiertos, la amenaza es tan real como los adoquines que lanzan los manifestantes a la Policía. Por no hablar de las motosierras.
Es evidente la connivencia de la Generalitat con los manifestantes que convierten las calles del ensanche de Cerdá en un campo de batalla. La negativa de Quim Torra a condenar la violencia es la mejor prueba. El problema para repetir la experiencia del otoño de 2017 no está en lo que ocurra en la calle sino en la división del nacionalismo en las instituciones. En el último pleno del Parlament, Quim Torra dijo que convocaría otro referéndum de autodeterminación antes de que acabe la legislatura, y el portavoz de ERC le replicó de una forma desabrida. Es probable que una propuesta de ese tipo fracasara en el propio Parlament.
Lo que está en juego en las calles de Cataluña no es la vuelta de la DUI (Declaración Unilateral de Independencia), sino la degradación de la convivencia, el ninguneo de las instituciones, la desestabilización política que tendrá su primera expresión en las elecciones generales. Los pronósticos de las encuestas del mes de septiembre han quedado desfasados. Si esta semana se mantienen los altercados, el Gobierno de Sánchez tendrá que dar una respuesta para evitar que en la campaña lo motejen de pusilánime. Y la verdad, Sánchez de pusilánime no tiene ni un pelo.