Ante las sucesivas prórrogas del estado de alarma que anunció el presidente del Gobierno, lo más normal es hacer cábalas, porque de la decisión de Pedro Sánchez depende que se pueda salir de casa o no. Los mensajes oficiales sobre la liberalización de los usos en el estado de alarma son confusos porque ellos no lo tienen claro. Los que mandan, como los confinados, están a la expectativa de las cifras diarias que arroje la pandemia. Unos insinúan que dejarán salir a pasear a los niños en compañía de un adulto, otros dicen que se podrá abandonar el domicilio para hacer ejercicio físico. Viendo aterrizar a un helicóptero para multar a una señora que iba con su perro en las inmediaciones de su casa, no sé si los ‘aperturistas’ pecan de optimismo.

Dejando a un lado los aspectos sanitarios, la parte más preocupante de la estrategia de confinamiento es la hibernación económica. Al pasar la Semana Santa se volverá al modelo de estado de alarma que rigió la segunda quincena de marzo. Es un paso, pero muy pequeño. La mayor parte de los trabajadores seguirá confinada en su casa y sectores enteros de actividad estarán cerrados. Puede que la defensa de la sociedad frente al virus así lo exija, pero no transmitamos la sensación de que entramos en la normalidad, cuando seguiremos instalados en la excepcionalidad. Con un crecimiento del paro espectacular y una multitud de trabajadores temporalmente regulados, la caída de la demanda será histórica. El daño sobre la oferta será similar, con la producción de bienes a medio gas y la de servicios en tasas marginales. Se habla del perjuicio económico que causan las huelgas generales, pero no será menor la pérdida que provoca el confinamiento colectivo. Repito, puede ser necesario para acabar con la pandemia, aunque los daños colaterales sean cuantiosos. Las ayudas que publicita el Gobierno, en las sucesivas comparecencias de los ministros, están muy lejos de poder paliar los destrozos.