La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo ha condenado a Quim Torra por el delito de desobediencia a la Junta Electoral Central, quedando inhabilitado para cargo público durante año y medio. Termina de esta manera el estrambótico mandato de un señor que llegó a presidir la Generalitat por el deseo de Puigdemont, que nunca osó ocupar el despacho oficial de presidente para no herir la sensibilidad de su mentor, y que estuvo todo el tiempo tramando la manera de relanzar el proceso de la independencia sin encontrar el modo. Un mandato sin sustancia que descarriló por un asunto anecdótico, la negativa a retirar una pancarta de un balcón del palacio de la Generalitat durante la campaña electoral. Torra no dedicó sus energías a gestionar las competencias inherentes al cargo que desempeñaba, sino que interpretó la función presidencial con la mente de un activista, siempre dispuesto a aprovechar la más mínima ocasión para luchar por la ruptura de Cataluña con la legalidad española. A Torra le dio igual que Cataluña deba 80.000 millones de euros o que los niños estudien en barracones, porque sus prioridades pasaban por lo que hicieran los Comités de Defensa de la República en la calle. Llegada la pandemia, relacionó su estrategia independentista con la lucha contra el virus. La víspera de declararse el estado de alarma, pidió confinar «toda Cataluña» y restringir todas las entradas y salidas. De esa manera se valía de la emergencia sanitaria para dar por rotas las relaciones con España.
Con Torra son ya tres los mandatos autonómicos consecutivos fallidos. Artur Mas fue condenado en los tribunales por engañar al Estado con motivo de la consulta popular del 9 de noviembre de 2014. Puigdemont se convirtió en prófugo para no responder del intento de declarar unilateralmente la independencia de Cataluña. Torra queda inhabilitado por no descolgar la pancarta.
La deriva de la política catalana es sobrecogedora. En qué distinta situación estaríamos ahora si Mariano Rajoy y Pedro Sánchez hubieran actuado de forma distinta. Si Rajoy hubiera abortado la consulta de 2014 y si hubiera detenido a los sediciosos en cuanto aprobaron las leyes de desconexión (6 y 7 septiembre 2017). Qué distinto si Sánchez hubiera dispensado un trato a los líderes independentistas en sintonía con la calificación que merecen de los tribunales. Solo desde esa doble inhibición se entiende que los fracasos del nacionalismo radical no hayan estado acompañados por un rearme del Estado.