Con el precio de la luz por encima de los 117 euros el megavatio/hora y con el consumo industrial al doble del precio que pagan las industrias en Francia, la carrera alocada de Teresa Ribera hacia el paraíso ecológico ha chocado con la realidad. La vicepresidenta tercera del Gobierno probó algunas medidas, como la bajada temporal del IVA o la anulación del impuesto por generación eléctrica, pero no obtuvo resultados positivos. Introdujo una reforma del sistema tarifario, con nuevos horarios, que ha traído como consecuencia la acumulación de los costes ajenos al consumo de energía en los tramos punta de consumo. El tiro le salió por la culata.
En un mercado eléctrico fuertemente intervenido, enmarañó más el modelo, creando un Fondo para la Sostenibilidad Eléctrica, al que desvió costes de la tarifa para que los paguen los consumidores de gas.
El resultado final de este múltiple movimiento espasmódico es que la luz cada vez está más cara, las pequeñas empresas están con el agua al cuello y Pedro Sánchez, por primera vez, recela de su visionaria vicepresidenta.
¿Cuál es el problema de fondo? El origen está en el primer Gobierno de Sánchez, cuando nombra ministra de la Transición Ecológica a Teresa Ribera y pone en sus manos la competencia sobre el mix energético. Teresa Ribera es especialista en cambio climático, un asunto que tiene mucho que ver con la energía, pero no es lo mismo. Su objetivo es la lucha contra los gases de efecto invernadero, no la generación de energía abundante y a bajo coste para la sociedad y el tejido industrial. Se realiza apagando chimeneas y plantando aerogeneradores. Prefiere la descarbonización para 2030 que para 2050. Es una ecologista militante con cartera ministerial.
Admira a Greta Thunberg, que es la simpleza adolescente: el mundo de buenos y malos. En publicaciones del sector energético se dio por hecho que Ribera la había contratado para asesorar a la Oficina del Cambio Climático, de cara a las cumbres del clima y en la confección de documentos que se envían a Bruselas y Naciones Unidas.
Como buena militante ecologista, Teresa Ribera puso manos a la obra, clausurando las centrales termoeléctricas de carbón, anunciando el cierre de las centrales nucleares según vaya finalizando el plazo de las concesiones, y recordando que las centrales de ciclo combinado son un remedio temporal («¿Hasta cuándo van a ser el gas una energía de refuerzo?»).
A la industria intensiva en gasto eléctrico y causante de un volumen importante de emisiones de CO2, la ignoró al elaborar el estatuto de los consumidores eléctricos. No contempló ni una de sus reivindicaciones.
Asombra que en el Gobierno nadie haya alzado la voz ante esta alocada carrera de la vicepresidenta, empezando por Pedro Sánchez.
La cosa es más grave, porque la elite de la clase política comulga con los postulados de Ribera. La falta de conocimientos la suplen con el ideario barato de la energía, la industria y la sociedad limpias.
Toca caerse del guindo. Este verano marca el fin de la utopía. La apuesta ideológica causa desastres en familias, empresas y en las cuentas del Estado.
La energía renovable no abarata el precio de la luz. La transición energética tiene unos costes que se han tratado de ocultar calificando al proceso como «justo» y pregonando el mantra de que «nadie se va a quedar atrás».
Hasta la fecha la operación de la descarbonización engendra desigualdad territorial, industrial y social. El reparto de los fondos europeos puede ser la puntilla para los desfavorecidos.
En Asturias el sector de la generación eléctrica produce un 40% menos que hace cinco años. Los especialistas dicen que cambiar energía termoeléctrica por eólica terrestre y marina, con la expectativa de que cree el mismo valor añadido y empleo inducido, es un sueño.
El nuevo objeto del deseo es el hidrógeno verde. Un elemento milagroso, pero su proceso de producción está inmaduro. Atención, todo lo inmaduro exige subvenciones. Eso fue lo que pasó con la energía eólica, la fotovoltaica, etc. Así engordó el déficit de tarifa del sistema eléctrico.
Financiar procesos energéticos y productos industriales, en contra de la lógica económica, es muy peligroso en un mercado amplio y compartido.
La apuesta de Teresa Ribera es la de la energía cara. Gobiernos como el alemán, mucho más cautos a la hora de realizar la transición energética (del carbón no prescindirán hasta 2038), se plantean ahora suspender el programa de cierre de centrales nucleares, porque su energía es un 70% más cara que hace diez años. Lo mismo en otros países, como Australia.
A Teresa Ribera tampoco le funciona el coche eléctrico. Reservó un fondo de 500 millones, ampliable a 800, y las comunidades autónomas no colaboraron como esperaba. Quién toma en serio un vehículo caro que carece de puntos de recarga. ¿Alguien compraría un coche de gasolina, si no hubiera gasolineras? Eso sí, su opción contra los dictados del mercado ha dañado al sector de la automoción, un bien estratégico para la economía española.
La transición ecológica va muy bien, pero la transición energética va muy mal. El último as de la manga que se ha sacado la vicepresidencia para abaratar la energía es una empresa pública que agruparía a las centrales hidroeléctricas cuyas concesiones van venciendo. Un plan muy realista: el grueso de los vencimientos será posterior al año 2030.