En el acto de entrega de las Medallas de Asturias, el presidente del Principado volvió a referirse a la reforma del Estatuto de Autonomía, como ya había hecho en la víspera durante el mensaje a la región con motivo de la festividad del 8 de septiembre. Adrián Barbón habló de una reforma estatutaria parcial, en línea con lo afirmado el día que anunciaron la reforma. Sabemos que será parcial, pero no conocemos los asuntos que abordará. Por las aclaraciones dichas, ‘off the record’, la iniciativa de modificar la principal norma de nuestra comunidad autónoma tiene como finalidad convertir al bable en lengua oficial, en pie de igualdad con el castellano. También parece que la fala de occidente tendrá el mismo estatus. No obstante, ningún miembro del Gobierno ha dicho esto de forma explícita. En el mensaje a la región, el presidente se refirió a «mejorar la protección de nuestras lenguas». Están ampliamente protegidas con la Ley de Uso y Promoción del Bable, del año 1998, pero lo verdaderamente llamativo es la reserva a decir que se reforma el Estatuto para hacer cooficial la lengua vernácula. Seguro que se acompañará con algún otro cambio, pero desde de una perspectiva política y social tendrán un valor menor, porque ni siquiera se han insinuado.
Adrián Barbón expresó su voluntad de llegar a acuerdos, pero aclaró que «el diálogo no significa unanimidad». Una frase que invita a pensar que la negociación no la plantea el Gobierno con la ambición de llegar a un amplio consenso entre los grupos parlamentarios, sino con la intención de obtener una mayoría suficiente. Los Estatutos, como previamente la Constitución, al tener el valor de textos fundacionales o rectores de una comunidad política deben gozar del respaldo de una mayoría lo más amplia posible. La gran legitimidad de la Constitución proviene de haber sido apoyada por la izquierda y la derecha. Lo mismo ocurre con nuestro Estatuto de Autonomía.
Cualquier reforma estatutaria debe aspirar no ya a ser validada por la mayoría parlamentaria en los términos que señala la ley, es decir, a ser una reforma legal, sino a tener una gran legitimidad. La legitimidad proviene de la aceptación y el consenso social, algo imposible de alcanzar cuando la mitad del espectro ideológico rechaza la reforma. Si el Estatuto se rebaja, de hecho, al rango de una ley ordinaria, un día se hace oficial el bable y al siguiente mandato otra mayoría de diputados lo devuelve al lugar donde todos los días lo sitúa la gente en la calle.