En la visita que hizo a Gijón, Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo, nos dejó una frase de impacto: «claro que hay lucha de clases en el Gobierno». Lo dice ella que está dentro del mismo.
El concepto de lucha de clases se acuñó en el siglo XIX para describir el antagonismo entre burguesía y proletariado. La vicepresidenta no dice en qué estrato social está ubicado cada uno de los ministros, pero me malicio pensando que, por ejemplo, Pedro Sánchez o Nadia Calviño serán destacados representantes de la burguesía en el Ejecutivo de coalición de la izquierda.
Más complicada es la labor de descubrir quiénes representan al proletariado en el Consejo de Ministros. Puestos a especular, imagino que la vicepresidenta situará a Irene Montero, Ione Belarra o Alberto Garzón, como firmes puntales del proletariado.
El problema es que vistos de lejos no se aprecian las diferencias, ya que todos ellos participan de un mismo modus vivendi: sueldo elevado, coche con chófer, escoltas, viajes gratis, hoteles de cinco estrellas, asistentes para todo, invitaciones sin límite, viviendas lujosas, visa oro. Como dice un amigo mío: ni siquiera tienen que arrastrar una maleta con ruedas.
Lo más llamativo de la sentencia es su simpleza, porque la denominada guerra de clases no deja de ser una forma de reducir las discusiones entre socios al cliché de buenos y malos.
La vicepresidenta dijo que «si hubiésemos optado por la aplicación de la reforma laboral del PP se nos hubieran desplomado seis millones de trabajadores y centenares de miles de empresas».
Desde el inicio del estado de alarma, marzo de 2020, el instrumento que mantuvo con respiración asistida el empleo y las empresas fue el ERTE. Pues bien, la medida más importante de la reforma laboral de 2012, impulsada por la ministra, Fátima Báñez, fue la adopción de mecanismos de flexibilidad interna en momentos de crisis. A eso se acogió la actual ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, para hacer frente al hundimiento de la actividad económica.
La vicepresidenta está ahora en el empeño de diseñar un modelo de país para 2030. Defiende que la Administración Pública lidere el proceso de reindustrialización. No hay un solo país avanzado en que sea el Gobierno quien encabece la industrialización. Allá donde el Estado decide lo que hay que producir, cómo, cuándo y a qué precio, la sociedad se empobrece.
Centré la atención en Yolanda Díaz porque es la principal figura a la izquierda del PSOE, está bien valorada en las encuestas y, a veces, recibe parabienes hasta de sus enemigos ‘de clase’, léase el presidente de la CEOE. Si alguien puede resucitar el cadáver dejado por Pablo Iglesias es ella.
Todos sus éxitos son compatibles con un pensamiento político simple, válido para tener un conocimiento esquemático de la realidad, con hallazgos como el palabro ‘matria’, pero inservible para encabezar el programa político que necesita España.
De tanto hablar del pensamiento único, no hemos puesto suficiente atención en los desperfectos que causa la proyección del pensamiento simple al intentar resolver los problemas inevitablemente complejos de la sociedad.
Aquí mismo en Asturias, tenemos ejemplos recientes. Aunque sea un tema menor, la clausura del espectáculo taurino en Gijón da para reflexionar. A mi entender, la clave no está en que haya o no corridas de toros (en Oviedo no las hay y en Bilbao, sí), sino en el hecho que llevó a vetarlas: el nombre de los toros. Sí se hubiesen llamado, ‘Router’ y ‘Wifi’, el año que viene habría corridas.
Qué puede importar el nombre de un animal, si el mismo no se da por aludido. En el fondo de la polémica late un pensamiento subyacente: los toros son tan importantes como las personas, y por eso puede ser causa de ofensa un nombre inadecuado.
Si a un mueble de Ikea lo llamaran ‘Nigeriano’ no ocurriría nada, porque a los muebles no se los puede humillar ¿En qué espiral de irracionalismo nos estamos adentrando?
Sin abandonar el tema del toro, el arzobispo, Sanz Montes, puso en contraposición la protección del astado y los abortos, y la izquierda tomó la palabra.
Hasta entonces no se había lanzado al ruedo, dejando sola a la alcaldesa de Gijón con lo del programa electoral, la plaza de El Bibio convertida en ágora de la cultura, Gervasia, etcétera.
Lo más sorprendente es que rehuyeran la esencia del problema y se perdieran por los cerros de Úbeda, pidiendo sanción del Vaticano para el arzobispo o comparándolo con Abascal o los talibanes. Por cierto, la semejanza con Abascal no la veo nada ominosa: encabeza el tercer partido parlamentario español, lleva ocho años al frente de Vox y jamás se le ha relacionado con ningún incidente violento, aunque ha sufrido más de uno. Lo de los talibanes ya es otra cosa.
Tercer ejemplo: la reforma del Estatuto de Autonomía sin que nadie la pida, salvo un pequeño grupo que orbita en torno al presupuesto del Principado.
Se va a quebrar el consenso parlamentario en torno al Estatuto por inventar un problema lingüístico que nunca existió. Resulta patético ver a los portavoces parlamentarios pidiendo la cooficialidad para una lengua que no hablan ni en la intimidad.
Domina el pensamiento simple, la aversión por los planteamientos complejos, el gusto por la irracionalidad y la necesidad de llevar la divisa del partido clavada allá en lo alto, en el morrillo de la chaqueta.