Las elecciones autonómicas de mayo de 2019 no aportaron grandes novedades a la derecha asturiana. Siguió ubicada en la oposición pero con dos escaños más que en el anterior mandato.
La ganancia de los dos diputados fue a costa de dividir la representación en cuatro grupos. Durante muchos años sólo había un partido de derechas en la Junta General del Principado, ahora hay cuatro y no están bien avenidos.
El otro rasgo a señalar es que el PP, líder del espacio liberal-conservador, perdió un diputado. Desde la aparición de Foro, en 2011, con 16 escaños, el PP logra la mitad de diputados que en los tiempos de Ovidio Sánchez.
En la actualidad a Foro le quedan sólo dos escaños y el PP mantiene la cuota electoral estable. Nadie sabe explicar cómo Foro perdió 14 diputados sin que el PP obtuviera beneficio. Un misterio.
A lo largo del mandato la noticia en el espacio de la derecha estuvo en el desastre parlamentario de Ciudadanos, que sufrió abandonos, divisiones y la elección de tres portavoces. A día de hoy es un partido en estado comatoso que se agarra al flotador de las organizaciones empresariales con la urgencia del náufrago.
Los cuatro grupos (PP, Ciudadanos, Foro y Vox) hacen la guerra por su cuenta. Visto desde lejos parece que el nivel de comunicación es muy bajo. No me atrevo a decir que se desean lo peor, pero estoy seguro que no hacen lo mejor.
La oposición garantiza una vida cómoda al Gobierno socialista, tanto en negociaciones presupuestarias como en el menudeo del día a día. En la agenda política se abrieron hueco asuntos de gran calado, como la crisis ganadera, el cierre de las térmicas o la quiebra de Alu Ibérica sin que el Principado sufriera un rasguño.
Las dificultades de la industria electrointensiva motivaron tres manifestaciones sindicales. El Gobierno central dio la espalda, el Ejecutivo de Barbón se vio en una situación difícil, pero la oposición centró la crítica en el consejero de Industria («no puede seguir ni un minuto más»). Si jugaran al ajedrez darían jaque al peón.
Todo lo anterior sirve de precedente para explicar la ocasión pérdida por la derecha con la oficialidad de las lenguas propias y la reforma del Estatuto. Hace once meses, en la Junta General del Principado, un portavoz de la izquierda sentenció, «2021 tiene que ser el año de la oficialidad». Ahí empezó el pulso. Pronto se pudo ver que la sociedad estaba muy sensibilizada ante la amenaza del sistema trilingüe.
En Asturias nunca hubo inquietud porque los gobiernos socialistas consideraron al castellano como única lengua oficial del territorio. El cambio de postura del PSOE y la posibilidad de dar rango oficial a lenguas que utiliza una minoría reducidísima de la sociedad hizo que se recibieran con estupor los anuncios.
No había que ser un avezado líder político para entender que estábamos ante el gran asunto de la legislatura, con la particularidad de que, a diferencia de cualquier otro tema, toda la sociedad se sentía afectada.
Los partidos de derechas tenían por fin la oportunidad de tomar la iniciativa en Asturias con el respaldo social mayoritario al rechazo de la oficialidad.
En el otoño llegó el momento de llevar la disputa al Parlamento; la oposición liberal rechazó la oficialidad y se negaron a negociar la reforma del Estatuto. El Gobierno liquidó el diálogo en una tarde. A partir de entonces la reforma del Estatuto sería cosa de las izquierdas.
Cumplidos los deberes parlamentarios, la oposición se limitó a adoptar el roll de observador. Dieron por terminado su trabajo. La única crítica partía de los impactantes carteles del ósculo entre los ‘adrianes’, firmados por Vox, que escandalizan o divierten en función de la ideología.
El 16 de octubre los asturianistas convocaron una manifestación en el centro de Oviedo. En aquel momento se pensaba que había mayoría parlamentaria de tres quintos para imponer la cooficialidad. Los del ‘sí’ no se conformaban con tener más escaños, querían demostrar su fuerza.
El 3 de febrero, cuando ya la causa estaba perdida, cientos de oficialistas volvieron a salir y se concentraron delante del palacio de Presidencia. En resumen, la izquierda monopolizó el debate, en la negociación y en la calle, mientras la derecha se mantenía callada y expectante.
La sociedad, opuesta a una oficialidad pactada por las elites, no pudo expresar su opinión porque la derecha política sintió miedo a salir a la calle. La Plataforma Contra la Oficialidad del Bable, única entidad activa en todo el proceso, se entrevistó con los grupos parlamentarios, pero estos declinaron respaldar cualquier movilización.
El final es paradójico: la izquierda reconoce su fracaso, pero la derecha no ha triunfado. El 8 de octubre de 2017, en un ambiente de gran tensión, la oposición catalana congregó a un millón de personas dejando en papel mojado los falsos resultados de un referéndum impostado.
En Asturias, los grupos homólogos se encogen, pese a la gran tolerancia que hay en la sociedad. 20.000 personas por las calles de Oviedo o Gijón habrían mostrado la ficción de un oficialismo con diputados y activistas, pero sin hablantes.
Los partidos de derechas, atenazados por el miedo, se negaron a encabezar la respuesta de la sociedad, única forma de impedir que tras las elecciones la oficialidad pueda ser validada con el sello de las izquierdas.