La figura de Gabino Díaz Merchán es compleja, fruto de una vida muy densa, desde la infancia hasta su renuncia como titular del Arzobispado de Oviedo en 2002. Durante todo el recorrido hay unas constantes que se mantienen: la enorme personalidad que captaba el interlocutor desde las primeras palabras, la inteligencia, el estoicismo ante los reveses y una gran seguridad en sí mismo.
Cuando fue ordenado obispo, en 1965, era el prelado más joven de España: treinta y nueve años. Se estrenó en Guadix-Baza, un lugar del que siempre guardó buen recuerdo.
Cuatro años, más tarde, el día de San Mateo de 1969, entró en Oviedo como arzobispo, sucediendo a Vicente Enrique y Tarancón, la figura más destacada de la Iglesia española durante la Transición.
Don Gabino llegó en un tiempo difícil a Asturias. La aplicación de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, en el que participó intensamente, entraba en vía muerta. Pablo VI era un hombre de dudas y le asustaban algunas de las lecturas del concilio y, a la vez, sabía que no podía volver al pasado. Un sector de los curas apostaba por respuestas vitales, compaginando la pastoral con el trabajo de obreros.
En paralelo, la dictadura en Asturias estaba en guardia. La memoria de las huelgas de 1962 estaba muy viva. El gobernador civil era Mateu de Ros, un duro entre duros, con el bigotillo clásico de los jerarcas de la época. El choque entre arzobispo y gobernador se produjo enseguida, al tener el atrevimiento don Gabino de publicar en el boletín diocesano un documento de curas y laicos de las cuencas mineras donde se hacía un análisis muy fuerte de la situación social y, además, se permitían hablar de gobernadores y jueces sinvergüenzas.
El documento llegó con una introducción de Díaz Merchán discrepando de algunos juicios, pero lo publicó porque no había otro lugar en que se pudiera imprimir. Mateu le disculpó diciendo que le engañaron, pero don Gabino le cortó: «Lo envié yo a la imprenta».
Horas más tarde, el palacio arzobispal estaba rodeado de policías. El arzobispo se encontraba retenido. Algo parecido le ocurrió unos años más tarde a monseñor Añoveros en Bilbao.
El radicalismo dejó a Díaz Merchán en tierra de nadie. El sector más avanzado de los curas discrepaba del arzobispo y el sector tradicional no quería que los seminaristas asturianos se formaran en el Seminario de Oviedo. Tras la Asamblea Conjunta (obispos y curas), de 1971, la tensión creció exponencialmente.
Díaz Merchán no era un progre, como monseñor Iniesta, el ‘obispo rojo’ de Vallecas. Estaba marcado por la discusión conciliar sobre la libertad religiosa. Nunca permitió que la Policía entrara en un templo donde hubiera un encierro. Cuando explicaba su conducta se veía que estaba guiada por los derechos humanos. Los anexó a los Diez Mandamientos.
En la democracia jugó un papel especial entre 1981 y 1988, presidiendo la Conferencia Episcopal Española.
La revolución conservadora ya estaba en marcha: Juan Pablo II (1978), Margaret Thatcher (1979), Ronald Reagan (1980). En España, la izquierda (PSOE) llegó al poder (1982) por primera vez desde la Segunda República.
Las órdenes religiosas quisieron mantener la enseñanza escolar como hasta entonces. Las familias pagaban y los niños estudiaban hasta que pasaban a la Universidad. Los colegios estaban llenos, eran momentos de boom demográfico. Los religiosos querían mantener el estatus.
El ministro de Educación, José María Maravall, lanzó la oferta de la enseñanza concertada, pero pinchó en hueso. En ese momento intervino Díaz Merchán y dijo que la Iglesia no podía quedarse con el estudiantado pudiente y cerrar la puerta al resto. Convenció a las órdenes religiosas de acogerse al nuevo modelo que proponía el Gobierno de Felipe González. Tras esa decisión cuesta saber cuánto hay de mente fría y racional y cuánto de empatía social.
Díaz Merchán era un hombre de amplio espectro. En él habitaba el ingeniero que se entusiasma con las máquinas, que ya de niño hizo muchas travesuras con artefactos de todo tipo. Dedicó muchas horas a la Física. Su tesina versó sobre la transformación de los elementos.
De sus 33 años de pastor de la Iglesia asturiana, hay una imagen que predomina por encima de cualquier otra: sentado con los cinco trabajadores despedidos de Duro Felguera, que estuvieron 318 días encerrados en la torre de la Catedral, Díaz Merchán se ríe mientras prueba con sus manos un ‘gomeru’, típico de las luchas sindicales.
Todo lo dicho es inseparable de las vivencias terribles del mes de agosto de 1936. Tenía diez años y jugaba por las calles de Mora (La Mancha), su pueblo. Su padre fue detenido por militantes de izquierda. Días antes se habían incautado de sus dos tiendas y la casa. Era seguidor de Melquiades Álvarez.
La madre acompañó al padre al Ayuntamiento, donde lo citaron para aclarar cosas de la contabilidad de las tiendas. De allí pasó a la cárcel y un rato más tarde lo fusilaron. La mujer no quiso separarse de su marido y también la fusilaron cogida de su brazo.
Ahí está todo. El afán emprendedor del padre, que hereda su hijo arzobispo. La enorme valentía de la madre que tapa con una venda los ojos de su marido, mientras increpa al pelotón que ejecuta la descarga.
Cómo se iba a plegar don Gabino ante el gobernador. De esa tragedia manchega que nunca recogerá la Memoria Democrática nació el afán de reconciliación que recorrió toda la trayectoria pública de Díaz Merchán.