En los años sesenta del pasado siglo, en tiempos del desarrollismo, se empezó a hablar del ‘ocho’ asturiano, nombre que se le daba a esa particular configuración espacial de dos ciudades con puerto de mar, Oviedo en el centro, y las dos cabeceras de las comarcas mineras. Un territorio muy industrializado y urbanizado que captaba gente del medio rural y de fuera de la región. Se intuía que allí, en menos de 3.000 kilómetros cuadrados, había una potencialidad emergente que aprovechar.
Pasados los años se le llamó área central y se propuso convertirlo en área metropolitana. Un proyecto que apenas superó la fase de boceto, hasta que en 2019, el empuje del consejero, Fernando Lastra, hizo que diera paso a la firma de un convenio entre el Principado y cinco ayuntamientos (Gijón, Avilés, Siero, Mieres, Langreo). Faltaba casi todo, desde el Ayuntamiento de Oviedo, sin cuya presencia no hay área metropolitana posible, hasta una mínima estructura o plan de funcionamiento, pero había seis entidades (Principado y ayuntamientos) dispuestas a intentarlo.
En la actual legislatura autonómica hubo discretos contactos de Juan Cofiño con Alfredo Canteli (al vicepresidente le toca lidiar con todas los asuntos complicados del Gobierno regional), pero la novedad llegó de la mano de Alejandro Calvo, consejero de Medio Rural y Cohesión Territorial, cuando rechazó el balbuciente proyecto de área metropolitana diciendo que «no puede ser un club cerrado de ayuntamientos».
Cualquier asociación de entes locales, una mancomunidad o un área metropolitana, tiene un contorno. No puede ser algo indefinidamente abierto, sin límites. Luarca o Cangas de Onís no pertenecen al área central, salvo que el diseño territorial incurra en extravagancia; el número de ayuntamientos («el club», en expresión del consejero) no es ampliable.
Clausurada la idea metropolitana, el Principado ha abrazado de forma entusiasta el modelo territorial vasco, basado en unas denominadas, «áreas funcionales». En el País Vasco son quince. Sobre este asunto me gustaría hacer algunas consideraciones.
Para empezar, la estructura territorial y la distribución de la población en el País Vasco no tienen nada que ver con la realidad asturiana. No puede servir de modelo. Pero vamos a lo más importante. Las áreas funcionales son entes absolutamente desconocidos en el País Vasco. No tienen ningún protagonismo social y carecen, absolutamente, de relevancia política. Invito al consejero a contratar unos encuestadores en las tres capitales vascas para que pregunten por la calle: «¿En qué área funcional vive usted?»
Aún a riesgo de que se topen con algún funcionario implicado, apuesto doble contra sencillo a que entre cien personas interrogadas ninguna sabe la respuesta. No descarto exabruptos. Las áreas funcionales forman un territorio exclusivamente administrativo donde coordinan sus actuaciones la Diputación provincial y el Gobierno vasco, con planes parciales redactados para cuatro años. Los ayuntamientos no pintan nada y la gente, tampoco. ¿Es ese el modelo que se quiere importar para Asturias?
Por cierto, ¿no comprenden los estrategas del Principado que los vascos cuentan con unas diputaciones provinciales superpoderosas que dejan una gran huella en el territorio? No hay posible homologación.
Alejandro Calvo afirmó que «no inventamos nada, pero apostamos por romper el tabú de la comarcalización». Más que de tabú habría que hablar, por desgracia, de fracaso, aunque sería más preciso decir que el fracaso es de las mancomunidades.
Me preocupa que aquí haya otro malentendido porque si copiamos a los vascos, allí las mancomunidades no son exactamente como las nuestras. A veces existen para fines muy específicos, como la atención a personas con discapacidad.
Importamos las áreas de influencia, vamos a dar una segunda oportunidad a las comarcas y, sorpresa mayúscula, la Consejería de Medio Rural y Cohesión Territorial resucita el Área Metropolitana que hace poco más de un año había enterrado. Al parecer va a ser un área funcional más, con lo que el lío es mayúsculo. Por ejemplo, Gijón, Oviedo, Avilés o Mieres pertenecerán a dos áreas funcionales: la suya, la que encabeza dentro de su territorio de influencia, y el área metropolitana. Ahora bien, si las áreas funcionales se atienen al modelo vasco, no hay problema porque todas se gestionarán desde la Consejería de Medio Rural y Cohesión Territorial.
Sonia Puente, directora general de Urbanismo, dice que «ahora hay disfunciones entre el área central muy poblada, donde se concentran los servicios», y que es necesario «una mayor implicación entre el medio rural y la zona urbana».
Esas afirmaciones se hacen sin tener en cuenta el número de habitantes. En las alas de la región hay hospitales comarcales, centros de salud y escuelas públicas abiertas, aunque solo haya matriculados cuatro alumnos. Si comparamos el gasto sanitario o educativo por habitante es muy superior en la zona rural que en la urbana. El coste de la plaza de un alumno de Infantil o Primaria en la zona rural llega a ser de 27.000 euros por curso; en la urbana es de 4.000. ¿Nos pueden decir cuánto más hay que implicarse?
En el nuevo proyecto de ordenación del territorio veo la mano de urbanistas imbuidos de conceptos. Como esos entrenadores de fútbol que aman la pizarra y siempre pierden en el césped.