Tras los nervios de la víspera, cuando se hizo realidad el descabalgamiento de Teresa Mallada de la jefatura del partido, la racionalidad ocupó la escena. La lideresa compareció ante los medios siguiendo el formato de los grandes popes madrileños: declaración leída y sin derecho a hacer preguntas por parte de los periodistas. Convocan a los medios, cuando bastaba mandar el comunicado a las redacciones. Es evidente que si se dejan hacer preguntas el texto va quedando desvaído y surgen las aristas de la situación. Para que todo salga bien es necesario que es se guarde silencio ante un relato edulcorado: «Siempre formé parte de las soluciones y nunca formé parte de los problemas». Que se lo digan a Mariano Marín. O a Álvaro Queipo.
Lo más importante de la declaración es la confirmación de que acepte ser relevada en el cargo. No presentará batalla en el próximo congreso del partido, como parecía animarle alguno de sus partidarios. Después de treinta años en el PP, sabe que contradecir los planes de Feijóo conllevaría la toma de medidas disciplinarias; si una parte sustancial de la dirección desoyera las recomendaciones de Génova, la respuesta llegaría en forma de gestora. Mallada conoce muy bien los mecanismos de su partido, porque encabezó la candidatura electoral por voluntad de Pablo Casado y se puso al frente de la organización, gracias a que en Génova le indicaron a Cherines que dejara libre el sillón. Y eso que había ganado el congreso del partido por mayoría abrumadora. El mensaje de Madrid consistía en decir que Mercedes Fernández daba paso a una «transición integradora». Ahora ya sabemos que transición sí fue, ya que el invento duró solo tres años, en cuanto a la integración sigue siendo una asignatura pendiente.
Mientras la presidenta del PP explicaba el paso que daba, el ‘malladismo’ movía las piezas sobre el tablero: la presidenta abandona la portavocía del grupo parlamentario para sentarse en la Mesa de la Junta y Pablo Álvarez-Pire será el nuevo portavoz. En los procesos de cambio de líderes siempre asoma la tentación de prolongar el mandato a través de figuras vicarias. Son intentos baldíos porque una de las prioridades del nuevo líder consiste en borrar todo vestigio del anterior o, por lo menos, desactivar cualquier intento de mantener vivo el espíritu de su mandato. Para mantenerse en los sucesivos equipos de dirección hay que ser capaz de fingir tanto entusiasmo con el nuevo, como facilidad para olvidarse del destronado. Un poco de descaro.