Los cimientos sobre los que se erguía el personaje José Antonio Rodríguez Canal eran dos: memoria y una tendencia irrefrenable a decir la verdad. Una memoria que acomplejaba porque todo parecía que había sucedido ayer por la tarde. Desde las dos orejas del segundo toro concedidas durante una corrida del año 1959, a la frase sentenciosa de un concejal en los tiempos en que el Ayuntamiento no estaba compuesto por partidos, sino por tercios: familiar, sindical, corporativo. Sabedor de su fortaleza, llevaba siempre la conversación a lo concreto, allí donde todo tiene nombre, fecha, color, sabor y demás circunstancias. La memoria es muy importante, más aún cuando se trabaja en una empresa con casi siglo y medio de historia escrita. Antes de que la técnica alumbrara Google, había en Gijón dos fuentes de autoridad sobre el pasado: Canal y la enciclopedia Espasa.
Por afición y obligación conocía a la perfección el expediente de lo que hoy llamamos infraestructuras (carreteras y ferrocarriles). Citaba recorridos, inversiones, tiempos y precios de billete con más soltura que el funcionariado de la Renfe. Una manera de escribir dogmática que hallaba su forma más alta de expresión cuando se adentraba en el territorio de Gijón. No era el típico fatuo que presume de vivir en el pueblo más guapo del mundo, pero sí fue un eficaz e infatigable defensor de los intereses de Gijón. Sin necesidad de parapetarse en títulos oficiales, fue el cronista real de la villa de Jovellanos, de obligatoria lectura para alcaldes y alcaldesas y brújula para gijoneses desorientados.
Canal no contaba una mentira, porque le resultaba más fácil decir la verdad. Podía callar, pero no fabular. Era una persona de izquierdas, como todos los lectores de EL COMERCIO habrán advertido por sus columnas de opinión, aunque estaba en las antípodas del periodista sectario. Simpatizaba con planteamientos de IU, pero si la papeleta electoral estaba encabezada por Vicente Álvarez Areces no había discusión. Imposible renegar de las amistades de la infancia. En las tertulias de La Lupa se sentaba en una esquina de la mesa. En seguida quedaba en minoría defendiendo causas perdidas.
El día que recibió la Medalla al Mérito del Trabajo, leyó un discurso apasionado, inolvidable, repartiendo el mérito entre todos los compañeros de trabajo: «Con esta medalla entro en la única aristocracia de la que acepto formar parte, la aristocracia del trabajo». Siempre por delante el periódico de la firma. Hombre de una pieza.