A lo largo de los años tuve la ocasión de seguir unas cuantas sesiones de constitución de la Corporación municipal gijonesa. Como la de ayer, ninguna. La tensión en el ambiente, la dureza en los discursos de las izquierdas y la disparidad en los de las derechas que van a gobernar juntas hicieron del pleno de investidura de la alcaldesa, Carmen Moriyón, una ceremonia singular.
No hay nada objetivo que justifique un arranque de mandato tan pesimista. Es más, creo que si el pleno municipal se hubiese celebrado hace tres o cuatro días, los discursos y los semblantes serían distintos. La famosa diferencia entre el sentir de la calle y de las instituciones, alcanzó ayer un punto máximo en Gijón. Di un largo paseo por el centro de la villa y no crucé a ningún viandante que tuviera el ánimo tan sobrecogido como nuestros concejales.
La sesión empezó sabiendo cómo iba a terminar, como en la inmensa mayoría de los ayuntamientos. El tripartito del centro-derecha (Foro-PP-Vox) tiene la mayoría absoluta, así que Moriyón recibiría el bastón de alcaldesa entre sus manos. Desde la noche electoral, los ahora concejales sabían que ella sería la alcaldesa, apoyada por los tres grupos citados. Cualquier otra alternativa no tenía ni un uno por ciento de probabilidades de prosperar.
Contra toda lógica, el protagonista del pleno fue Vox, no por la intervención de Sara Álvarez Rouco, su portavoz, sino por la entrada del grupo en el gobierno. En la Comunidad Valenciana (cinco millones de habitantes) gobierna Vox con el PP, como en Castilla y León. También hay gobierno bipartito (PP-Vox) en Valladolid, Burgos, Toledo, Guadalajara, etcétera. Vox es el tercer partido en el Congreso de los Diputados y en la Junta General del Principado. Vox no es una anomalía, como no lo es la derecha radical en Dinamarca, Suecia, Finlandia, Países Bajos, Austria, Suiza o Italia.
Rasgarse las vestiduras por la entrada de dos concejales del partido de Abascal en el gobierno municipal de Gijón es una impostura. Dos concejales hubo el mandato pasado en el Ayuntamiento de Gijón, y no alteraron ni lo más mínimo la gestión ni los objetivos del equipo de Ana González. Sus intervenciones no chirriaban en ningún debate. Lo mismo pasó en la Junta General del Principado o en el Ayuntamiento de Oviedo. Vox está tan lejos de las posiciones del PSOE, como Podemos de las del PP, pero ambos están representando a los gijoneses. Suponer que un diputado o concejal de Vox tiene limitado el derecho a participar en los gobiernos es profundamente antidemocrático. No les gusta la Unión Europea ni el sistema autonómico, de acuerdo, pero a otros tampoco les gusta la propiedad privada, acosan la educación concertada, apuestan por figuras fiscales confiscatorias, aplauden a los okupas, amenazan a los periodistas y quieren que los jueces obedezcan órdenes de los gobiernos. Y cuando tienen que prometer la Constitución, lo hacen «por imperativo legal».
Decir que termina una etapa municipal, iniciada en abril de 1979, porque ahora va a haber un concejal de Vox al frente de los Festejos es ridículo. En la política, como en la vida, se incurre muchas veces en la hipérbole, pero no se puede llevar el discurso hasta el punto de deteriorar la propia imagen.
Todos los concejales, como los ciudadanos, saben que el respeto a la identidad sexual de cada gijonés, desde el Ayuntamiento, será absoluto. Igual que hasta ahora. No le colguemos etiqueta ideológica al sexo. Seguro que en Vox hay tantos homosexuales como en cualquier partido de izquierda. Tener que escribir estas obviedades provoca fatiga.
La impugnación a Vox no tuvo respuesta desde los portavoces de la mayoría municipal. Cada uno se atuvo a su discurso, cada uno regó su huerto. La alcaldesa hizo un discurso positivo, con referencias a Jovellanos, pero no entró en el contenido de los acuerdos, salvo referencias sucintas. Para entonces, las caras de la Corporación se habían alargado, salvo la de Ángeles Fernández-Ahúja. Definitivamente, no era un día de fiesta.
Al mirar hacia atrás se aprecian los tropezones. La negociación se debería haber empezado con los tres partidos. Los tres eran imprescindibles, así que para qué dejar para el final lo más espinoso. Como la única vía era esa, hacer consultas con portavoces bisoños de la izquierda carecía de sentido. A la hora de la verdad, ninguno de ellos votaría a Moriyón, como así fue. Las alianzas de gobierno tienen algunas reglas fijas; la primera es que hay que defender a los socios, como a uno mismo, porque dudas ya las van a crear los rivales.
Lo más importante ahora es superar el abismo artificial que se ha creado en el pleno entre la izquierda y la derecha. La alcaldesa dijo que el tripartito estaba respaldado por el 53% de los votos. Más que suficiente para aprobar presupuestos o planes urbanísticos, pero venimos de un mandato en que la sociedad chocó con el Ayuntamiento, y el primer día del nuevo mandato la oposición descalifica de una forma radical a la alcaldesa.
Del Ayuntamiento dependen muchas actividades, pero el alcalde o alcaldesa tiene dos funciones intransferibles: representar e integrar. Para eso hace falta más del 53%. Venimos de veinte años en que la actividad municipal se limitó a pasar el dinero de unas manos a otras. Eso son las subvenciones.
El final de la ceremonia, con entrega de bastón y saludos sin mirarse a los ojos, no fue muy estimulante. Ojalá haya sido solo un mal día.