Cuando Francina Armengol, presidenta del Congreso, anunció que el debate de investidura se desarrollaría el 26 y 27 de septiembre, me puse a echar cuentas. En el mes de abril acabó la legislatura en doce comunidades autónomas. A partir de ahí se paró el reloj de la normalidad institucional. Pedro Sánchez se convirtió en candidato autonómico, aprovechando los domingos para ofrecer regalos y los martes para empaquetarlos con el papel del BOE. Una sangría de dinero.
Dieciséis horas después de cerrarse las urnas, la nueva convocatoria de elecciones generales prolongó el periodo de excepcionalidad. Luego llegó la pesada digestión electoral que duró hasta la formación de la Mesa del Congreso (17 de agosto), y ahora otro mes en blanco hasta el debate de investidura de Feijóo. ¿No se podrían haber acortado los plazos?
Antes de seguir con la cuenta del tiempo perdido quiero retomar durante unas líneas la reflexión sobre la táctica del equipo que lidera Feijóo. Ya habíamos hablado del error de marginar a Vox de la Mesa del Congreso y ahora quiero referirme a la ronda de contactos que prepara su equipo.
No va a lograr ganar ni un voto y, sin embargo, las llamadas a Junts servirán para validar el sistema de alianzas de Pedro Sánchez. Feijóo no tiene que mendigar apoyos, debe centrarse en hacer una intervención parlamentaria que le convierta en la alternativa real al bloque encabezado por Pedro Sánchez.
En el invierno de 2016, cuando Rajoy renunció a la investidura, Pedro Sánchez aceptó el encargo del Rey. El PSOE tenía solo 90 diputados y pactó un programa de Gobierno de 300 puntos con Ciudadanos, que tenía 40 escaños. Y fue al debate. Entre los dos socios contaban con 130 diputados. Perdieron la votación porque el PP (123 diputados) y Podemos (69) votaron en contra. Sánchez sabía que iba a perder, pero se atuvo al guion.
Pues bien, resulta que Feijóo, con 172 diputados, (PP, Vox, Coalición Canaria, Unión Pueblo Navarro), quiere entrar en tratos con el partido de Puigdemont para disuadirle de pactar con Sánchez. ¿Quién es el genio responsable de la estrategia en el PP? ¿No son conscientes de que cortejar a los aliados de Sánchez es lo mismo que convertirse en un sucedáneo de Sánchez? ¿Con qué fuerza moral van a criticar durante el otoño las alianzas del PSOE? Uno de los cerebros del equipo, Elías Bendodo, dijo que «una cosa es dialogar, otra negociar y otra pactar». Y hay una cuarta, que es hacer el ridículo. Ojo, Ayuso no estará hoy arropando a Feijóo en el castillo de Sotomayor (Pontevedra).
Volvamos. Si a todo lo anterior añadimos el tiempo que se empleará en el intento de investidura de Sánchez, una vez quemado el cartucho de la derecha, en las negociaciones para formar el nuevo Gobierno -en el caso de que no vayamos a una repetición electoral, como en 2016 o 2019-, nos encontraremos con que finalizaremos el año político en blanco. La actividad institucional se interrumpió con la campaña de las autonómicas y municipales y desde entonces todo quedó reducido a la pugna entre los partidos, con un gobierno en funciones.
Sin embargo, el tiempo transcurrido no fue inocuo. Veamos. Mientras Sánchez seducía al electorado (Interrail para jóvenes, cine para ancianos, avales para todos), la deuda pública se disparaba. Un dato brutal: en un mes, de mayo a junio, creció en 26.930 millones. Sólo las promesas de Sánchez, ante los comicios autonómicos y municipales elevaron el gasto en 13.000 millones. De enero de 2022 a enero de 2023, la deuda se incrementó en 81.446 millones de euros.
Recuerdo que, en los años más duros de la crisis económica causada por las hipotecas subprime, el Gobierno de Rajoy se endeudaba en 10.000 millones al trimestre. En este año doblemente electoral, lleno de promesas y ayuno de acciones, el Gobierno de Sánchez duplica el ritmo de crecimiento de la deuda de los peores años de Rajoy. Estamos en cifras récord. Debemos a nuestros acreedores 1,5 billones de euros. Cada español debe más de 31.000 euros.
En enero, tengamos gobierno en funciones o sin funcionar, la Comisión Europea nos pondrá en el programa de vigilancia, como a otros doce países, para volver a la ortodoxia fiscal. Se acabó el periodo de excepción, originado por la pandemia. La previsión es aprobar presupuestos restrictivos hasta 2026, para poder reducir el déficit público que excede del 3%. Por cierto, uno de los factores que más aumentan el déficit son los intereses de la deuda pública (31.000 millones).
A Asturias le va a atravesar esta problemática con la mente en Babia. Por un lado, las ayudas de todo tipo del Estado (somos especialistas en captar subvenciones) van a menguar por exigencias de la consolidación fiscal. Por otro tenemos un discurso sobre la industria voluntarista, muy alejado de la realidad. Aquí el discurso oficial habla de culminar la transición hacia la producción verde, cuando el sector manufacturero sufrió una gran caída de pedidos en los últimos meses. Esa disminución de la demanda tiene que ver con una bajada de las exportaciones, al sufrir nuestra industria la competencia desigual de nuestros socios que dedican muchos más recursos a defender sus factorías. Hace muchos años que la industria, en España, no es una prioridad para los gobiernos centrales. Si alguien no lo remedia sufriremos, en el corto plazo, los ajustes macroeconómicos y las consecuencias de un sector industrial desprotegido.