Lo sucedido estos días en Cataluña es de una enorme gravedad. Llevamos un año (desde las elecciones generales del 23 de julio de 2023) plagado de anomalías, con la aprobación de la Ley de Amnistía y el reciente pacto fiscal catalán que concede a la Generalitat el privilegio de quedarse con toda la recaudación tributaria. Como la normalidad se ha sustituido por una cadena de anormalidades es probable que cunda el escepticismo, pero el cuestionamiento del Estado de derecho sucede a diario y la degradación institucional es alarmante.
Puigdemont
Puigdemont anunció que acudiría a Barcelona para participar en la sesión de investidura de Salvador Illa. En vísperas de la fecha dio a conocer que daría un mitin en el centro de Barcelona (Arco del Triunfo) a las nueve de la mañana. El juez del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, instructor del ‘procés’, había dado orden de detenerlo. El prófugo se subió a un escenario, que para montarlo contó, previsiblemente, con el visto bueno del Ayuntamiento de Barcelona (alcalde socialista). Estuvo hablando casi diez minutos y se fue. Los Mossos habían movilizado a 4.500 efectivos y, por lógica, tenían a agentes entre el público del mitin, pero fueron incapaces de echarle mano. Se organizó una ‘operación jaula’ que colapsó las calles de Barcelona, sin obtener frutos. Unas horas más tarde, Puigdemont dio señales de vida desde el extranjero.
El proceder de la policía autonómica es intolerable y recuerda el triste papel que jugó en la jornada del referéndum de 2017. Es un cuerpo hiperpolitizado que está condicionado por las formaciones independentistas. La actuación del jueves supone una falta de lealtad al Estado insólita. Ellos deciden si detienen o no a un individuo, sin importarles la orden del juez. El comisario de Interior y el director de los Mossos tienen una papeleta complicada.
Frontera
Muy llamativo es lo sucedido en la frontera, que Puigdemont cruzó dos veces sin ser detectado. Todos recordamos cómo las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado detuvieron muchas veces a terroristas de ETA en el trance de cruzar la ‘muga’. Sin embargo, un tipo que conoce todo el mundo, que se mueve sin especiales medidas de seguridad, que se desplaza con un ‘entourage’ de políticos famosos, va y viene entre Francia a España sin que la Policía se entere, pese a la orden dada por Llarena. El ministro, Grande-Marlaska, también tendrá que dar explicaciones.
El resultado final es que cuando se podía detener al prófugo más famoso de España, tras estar siete años evadido, el Tribunal Supremo se encontró con que no tenía Policía Judicial. El tercer poder del Estado, sin una Policía Judicial efectiva, queda desactivado. Constatar este hecho es demoledor. Como lo es verificar que Puigdemont tiene un salvoconducto que le permite moverse por donde le plazca, como si no tuviera cuentas pendientes con la Justicia.
Durante una jornada tan anómala, el Gobierno de España guardó silencio. Como en el debate parlamentario sobre la Ley de Amnistía, los ministros no dijeron ni una palabra. Cada vez que sucede algo que puede conllevar un coste político para el Ejecutivo, Pedro Sánchez desaparece. Está de viaje o se torna invisible.
Mientras Puigdemont se desenvolvía con desparpajo por Barcelona, Salvador Illa presentó su programa de Gobierno. Lo primero que dijo es que quería que se aplicara la amnistía «sin subterfugios». Una crítica directa al Tribunal Supremo. Habló de la necesidad de respetar «al legislativo», pero no extendió su voluntad de respeto al judicial. Anunció que trabajaría para restablecer «los derechos políticos de todos los ciudadanos y formaciones». Prometió cumplir el contenido del pacto fiscal alcanzado con ERC. El 80% de su intervención la podía haber pronunciado un líder nacionalista
Por cierto, hablando del pacto fiscal, el acuerdo entre PSC y ERC incluye una cláusula especial. Tras hablar de que la solidaridad debe ser explícita y transparente y que Cataluña debe contribuir a la solidaridad con otras comunidades autónomas, se añade que «siempre que hagan un esfuerzo fiscal semejante a Cataluña».
Dieta fiscal
Desde Barcelona se pretende extender la política fiscal catalana al resto de regiones. Cataluña lidera la lista de impuestos propios. Tiene quince y la región que le sigue, Andalucía, cuenta con ocho. En Cataluña, si se pide una bebida azucarada se paga un impuesto extra que no hay en otros territorios. Lo mismos sucede si está una casa vacía más de dos años. En Asturias, no hay ninguno de esos impuestos, ni en Galicia, ni en Cantabria, Madrid, Castilla y León, etc. En Cataluña hay un impuesto por estancias en instalaciones turísticas, en la mayoría de las regiones no existe.
La solidaridad territorial se basa en la menor capacidad fiscal por habitante ajustado de unas comunidades con respecto a otras. Si todas las regiones tuviéramos la misma capacidad fiscal por habitante, no haría falta dotar los fondos de solidaridad.
Desde otra perspectiva, sería un disparate que el resto de regiones se apuntaran a la dieta fiscal catalana porque se quedarían los ciudadanos sin dinero. La comunidad que tiene la mayor deuda con el Estado no puede ser el modelo a seguir por las demás. Con déficit fiscal y la deuda por las nubes (el Estado tuvo que crear urgentemente el Fondo de Liquidez Autonómica para evitar el ‘default’ de la Generalitat) pretenden darnos lecciones de gestión a los demás.