El reconocimiento de la Cultura Sidrera Asturiana como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Unesco colma de satisfacción a los asturianos de mar y de tierra adentro, a los moradores de ciudad y del campo, los que aplauden al Sporting y al Oviedo, a jóvenes y viejos, optimistas y cenizos, tolerantes e intransigentes, generosos y tacaños, risueños y serios, consentidores y celosos, picarones e inocentes, zurdos y diestros, veraces y mentirosos, trabajadores y holgazanes, cinéfilos y cinófilos, grandones y esmirriados, divertidos y aburridos, fulleros y honrados, cultos y analfabetos, bebedores y abstemios.
El honor internacional que orla a la sidra está enraizado en la mayoría más absoluta que tuvo ninguna causa en la región. Una bebida social antes de que se inventaran las prestaciones sociales; una bebida activa, que tantas veces se ingiere de pie; igualitaria como un corro que lo convierte en coro; test para los turistas que la beben con pausa; comunitaria como ninguna otra, con el vaso compartido hasta la pandemia, y capaz de hacer de un gesto, el escanciado, la tarjeta de presentación de nuestra tierra. Ningún otro territorio tiene un emblema gestual tan representativo.
Asturias tiene un rico inventario de muestras Patrimonio de la Humanidad. En él está el arte parietal, con la Cueva de Tito Bustillo y la Cueva del Pindal. El prerrománico del Conventín de Valdediós, la fuente de Foncalada, Santa Cristina de Lena o San Julián de los Prados. La Catedral de Oviedo. Todas ellas son piezas numeradas de nuestra historia. Constituyen un legítimo motivo de orgullo para los asturianos. Sin embargo, su conversión en Patrimonio de la Humanidad no estuvo precedido de tanta expectación por los asturianos, ni recibido con tanta alegría, como la exaltación mundial de la sidra. Sólo hay una razón: es mucho más que una bebida.