La racha de incendios rompió la agenda del verano, llena de ocio y frivolidad. Todo lo que sucedió antes del 8 de agosto, en que empezaron a arder los montes, pierde relevancia ante la destrucción del fuego. La gran damnificada de los incendios es la España vaciada que se concentra en el noroeste peninsular (Lugo, Orense, León, Zamora, Asturias).
En Orense quedaron calcinadas 155.537 hectáreas (equivalentes a casi diez veces la extensión de todo el concejo de Gijón), cinco veces más que las quemadas en Asturias en el mayor incendio de su historia, marzo de 2023. El territorio de Orense no llega a ser el 70% de la extensión de la región asturiana y tiene menos de un tercio de su población. En Orense están de luto riguroso (añeja fórmula social ya en desuso).
Aunque es muy pronto para hacer valoraciones, tengo la impresión de que la ola de incendios no tiene protagonistas, pese al heroísmo de las personas que quedaron en los pueblos para salvar sus casas. Los fenómenos rurales se convierten en paisajes, en este caso desolados, que se resumen en tristeza anónima.
Tardanza
La tardanza de Pedro Sánchez en darse por aludido, como presidente del Gobierno, del siniestro que afectaba a Orense, León, Zamora, Asturias, Cáceres, Badajoz, Palencia, Salamanca, Ávila, Toledo, Lérida o Cantabria, hizo que se politizaran los incendios. Cinco días esperó el presidente para dar la cara, mientras el líder de la oposición, Núñez Feijóo, demandaba la intervención del Ejército para evitar el avance de las llamas.
Volvimos al debate de las trágicas jornadas de Valencia, con el presidente negándose a que el Gobierno asumiera jugar un papel directo en la lucha contra el fuego, y la oposición pidiendo que encabezara la respuesta. La disyuntiva estaba en aplicar el nivel 2 o el 3 de emergencia. El nivel 3 implica peligro extremo para las vidas humanas o para las infraestructuras estratégicas y la magnitud del desastre. El mando lo asume el Gobierno y podrá movilizar todos los recursos estatales, autonómicos y municipales de la zona afectada por la emergencia en cuestión. El presidente del Gobierno descartó elevar la emergencia al nivel tres y se limitó a decir que aportaría los recursos que le solicitaran los gobiernos autonómicos para combatir el siniestro.
La decisión, idéntica a la tomada cuando se produjeron las inundaciones en la zona metropolitana de Valencia (Paiporta, Catarroja, Alfafar, Masanasa, etcétera) tiene tres objetivos.
Objetivos
El primero es elemental, ante un siniestro es mucho más fácil suministrar equipos humanos o bienes materiales que dirigir operaciones de salvamento. El segundo consiste en desgastar a los gobiernos autonómicos del PP, que están al frente de las áreas afectadas por los siniestros, sea Valencia, en octubre, o Galicia, Castilla y León y Extremadura en este verano de los incendios. Hay un tercer objetivo que apenas está insinuado en la estrategia política de Pedro Sánchez que consiste en llevar al país hacia un marco confederal. Habla de federalismo, pero el verdadero objetivo es el confederal, con un Estado fruto de un pacto entre lo estados confederales, que se reserva algunas competencias, como la defensa o las relaciones internacionales. Cuando asume como propias las cargas financieras de Cataluña o acepta su estatus de soberanía fiscal camina en esa dirección.
Más allá de los planes o intenciones de Pedro Sánchez, está la cuestión de la capacidad de los gobiernos autonómicos para hacer frente a grandes siniestros. La experiencia de Valencia es reveladora. Todavía hay miles de ascensores sin funcionar. Cuando se haga el balance del año de la tragedia, 29 de octubre, se verá lo huérfana que se quedó sin el apoyo del Estado. No le quito un ápice de responsabilidad a Carlos Mazón y su Ventorro, pero la inhibición del Estado es muy grave.
Calamidades
En ningún país de la Unión Europea los gobiernos regionales afrontan solos las calamidades. En todos, el Estado asume la responsabilidad de salvar a los ciudadanos y reconstruir ciudades, infraestructuras y equipamientos.
La operación de poner en manos de las regiones funciones que en todas las naciones le tocan al Estado, nos ha introducido en una dinámica perversa. El Estado se difumina en la gestión territorial y ese espacio lo ocupan las comunidades autónomas que tejen relaciones con sus pares al modo que lo hacen los estados en la política internacional. No existen vinculaciones naturales, propias de regiones fronterizas, toda relación territorial se hace a través de claves políticas e ideológicas.
Alejandro Calvo, hablando del incendio de Anllares del Sil (León) que preocupa en Degaña, afirmó que «ese incendio se tiene que apagar en León». Ni la causa de los fuegos, que antes unía a todos, se puede compartir. Se aplica el reparto de competencias del sistema autonómico para ver quién y dónde apaga un incendio. Falta discutir cómo se financia. Las críticas de Alejandro Calvo a la organización y gestión de los incendios en León suponen una barrera para la comunicación entre dos territorios que comparten los intereses propios de la España vaciada.
No hace falta ser muy agudo para comprender que la andanada de Calvo a León estaba relacionada con el ataque del Gobierno a las comunidades del PP, por criticar la inhibición de Sánchez. Ese papel lo hizo mejor que Calvo, la directora de Protección Civil, Virginia Barcones.
Con la centrifugación de las competencias del Estado, cualquier viento es un huracán y con un fuego se hace un infierno.