Los ingredientes de la campaña electoral están sobre la mesa: candidatos, slogan, folletos, calendario de actos y hasta carteles a destiempo (el PP de Oviedo es incorregible). Están todos los componentes, menos un elemento esencial: los programas electorales. Toda la vida hablando de la importancia de los programas, de la trascendencia de los compromisos asumidos por escrito, de la necesidad de gobernar de acuerdo a una hoja de ruta previamente sometida al escrutinio del electorado, y resulta que a quince días de los comicios el público desconoce los programas de los partidos. Unas formaciones aseguran que los tienen, aunque no los enseñan; otros recurren a disculpas peregrinas, como que están los folios escritos pendientes de encuadernación; y los hay que citan el programa, cual referencia retórica, como cuando hablan de la ideología.
Breve inciso. Recuerdo el último debate televisado entre Zapatero y Rajoy, que ganó el candidato socialista apoyado en la estratagema de colocar una grueso cuaderno a su lado diciendo que contenía el programa electoral. Ante cualquier dificultad que surgía en el debate, el presidente señalaba con un dedo el cuaderno, mostrándolo como prueba de lo que decía era cierto y no producto de la improvisación. Nadie leyó una línea del texto, pero el cuaderno cumplió su función.
La ventaja de decir que se tiene un programa electoral convincente, sin dárselo a los ciudadanos, consiste en que nadie puede pedir en el futuro el cumplimiento del mismo. Los gobiernos pueden subir o bajar impuestos, gastar un 10% más o un 10% menos, contratar a más funcionarios o aligerar las plantillas de la Administración, construir un auditorio o levantar en ese sitio unas pistas deportivas, sin incurrir en contradicciones.
La ocultación del programa a los electores tiene que ver con la esencia de las campañas electorales en los últimos diez o quince años, que consiste en dejar a un lado las argumentaciones políticas y el avance de propuestas, para sustituirlos por poses, frases sonoras en busca de la paronomasia, y sarcasmos hacia los rivales. En vez de decir lo que se piensa, se recorre la región para contactar con todo tipo de colectivos y hacerse una foto diciendo que se piensa como ellos. Se sustituye la elaboración intelectual por la primaria identificación afectiva. El éxito electoral es mero triunfo social, de modo que un candidato ganador no tiene un discurso muy distinto del que desgranan cantantes o actores cuando hacen declaraciones públicas.
En la precampaña se han citado asuntos conflictivos, cuestiones controvertidas, sin arriesgar propuestas. Veamos dos ejemplos: Sanidad y carbón. El discurso de los candidatos sobre la Sanidad pública consiste en decir que es muy importante, que debe mantenerse contra viento y marea, pero no se dice cómo, más allá de frases genéricas relacionadas con la necesidad de ser más eficientes en la asignación de recursos o de ahorrar gasto corriente superfluo. ¿Se ha avanzado alguna idea que sirva para garantizar las actuales prestaciones sanitarias? Ninguna.
Todos los partidos defienden las explotaciones de carbón, pero nadie dice cómo se va a evitar el plan de cierre acordado por la UE para las explotaciones no rentables que son todas las asturianas. Mineros, familiares, amigos y vecinos de las cuencas pueden estar tranquilos, porque los candidatos asumen su problemática, como lo pueden estar los enfermos, los ancianos o los trabajadores de la Sanidad, porque nuestros líderes se identifican emocionalmente con ellos.
En los próximos quince días seguro que se avanzan algunas medidas concretas, pero si no se exponen enteramente los programas electorales es para poder gobernar con las manos libres, mientras que los votantes se ven obligados a escoger la papeleta a ciegas.