La evolución de la crisis económica, con los daños e incertidumbres que acarrea, está alterando las categorías políticas. El Parlamento se encuentra cuestionado, como institución, y los diputados, como miembros del mismo, se convierten en blanco de las críticas. La situación no es nueva y reaparece siempre que hay dificultades colectivas. Un ejemplo. En plena segunda crisis del petróleo, los diputados nacionales fueron víctimas de un secuestro colectivo, en la asonada del 23-F, y a la mañana siguiente al ser liberados declararon que tras las penalidades sufridas la gente se daría cuenta que, por fin, habían hecho algo por el pueblo. El servicio prestado a los españoles no estaba en su cotidiana labor legislativa sino en pasar miedo y angustia encañonados por los sediciosos.
COSPEDAL
De Cospedal, número dos del PP, ha planteado dejar sin sueldo a los diputados de Castilla-La Mancha, así como reducir su número a la mitad. Es difícil tomar una decisión que desprestigie más a un colectivo que reducir sus efectivos al 50% y privarles de sueldo. Ante los ojos del público son presentados como abiertamente prescindibles y titulares de una labor carente de importancia.
La propuesta de la alta dirigente del PP nunca tendría como destino a los miembros del Ejecutivo, porque lo que verdaderamente está cuestionado es el papel de los parlamentos. No se trata de una moda pasajera ni de un fenómeno social epidérmico, fruto del cabreo ciudadano, sino el resultado de un proceso que excede nuestras fronteras.
Los actores europeos que marcan la pauta en la gestión de la crisis son la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y la canciller alemana. A ello se suma, desde un ámbito más amplio, el Fondo Monetario Internacional. ¿Juegan algún papel la Eurocámara o los parlamentos nacionales? Es evidente que no. Si hubo una decisión política que ha condicionado decisivamente la agenda de los países miembros de la UE ha sido la fijación del objetivo del 3% del déficit público para el año 2013. Por cierto, una meta convencional, por no decir caprichosa, escogida por un procedimiento que ha sido cualquier cosa menos científico. A partir de ella, todos los planes de inversión, el tratamiento de impuestos, la regulación de los derechos sociales, las disponibilidades de gasto han quedado supeditadas al logro colectivo del 3% de déficit. Esa trascendental decisión se tomó al margen de los parlamentos que recibieron el trabajo hecho.
A ese proceso de relegación del Parlamento se suma la forma en que se ha elegido presidente de Gobierno en algunos de los países más afectados por la deuda soberana, como Italia y Grecia, donde han llegado a la cúspide del poder dirigentes que no han pasado por las urnas ni eran, en consecuencia, diputados.
Fijémonos en España. La última reforma constitucional se ha hecho aprisa y corriendo para cumplir, al parecer, con exigencias de la canciller alemana expuestas a Zapatero. La norma más importante aprobada en el presente mandato de Rajoy es la reforma de la Ley de Estabilidad Presupuestaria que da poderes exorbitantes al Ejecutivo, en perjuicio de la capacidad de decisión de comunidades autónomas y ayuntamientos. Los gobiernos, socialista y popular, ganaron y ganan protagonismo y poder, pese a su probada ineficacia en la gestión de la crisis, mientras el Parlamento conoce el trámite de urgencia para deliberar sobre asuntos del máximo interés. El peso de los gobiernos nacionales es el eco del verdadero poder, que reside en Berlín, y decide sobre nuestras vidas a través de “Diktat”.
MERCADOS
La clave del ninguneo al Parlamento descansa en evitar la discusión de los problemas. Los parlamentos deliberan y eso es incordio para una mayoría absoluta como la de Rajoy y para un poder absoluto como el de Merkel. El truco para concentrar el poder en el Ejecutivo en detrimento del Legislativo está en darle estatus de institución democrática a algo tan difuso como “los mercados”. Los mercados toman nota de la ley de reforma laboral, del ratio de desempleo, del cumplimiento del déficit, del nivel de salarios. Los mercados, con su personalidad abstracta, controlan a los gobiernos que toman medidas para obtener su plácet, siendo secundario el parecer del Parlamento.
El nuevo reparto de poderes es este: las instituciones europeas (Comisión Europea, Banco Central Europeo y canciller alemana) dictan las normas (3% de déficit público, reforma de pensiones, límite de endeudamiento, capitalización de bancos), los gobiernos nacionales hacen los deberes y los mercados premian o castigan a los países. Ni un gramo de Parlamento ni un simple juicio ciudadano.
Miremos a Asturias. El Principado lleva cien días luchando para rebajar el déficit público, buscando crédito para refinanciar deuda, subiendo impuestos, recortando interinos. Todo ello destinado a cumplir un mandato europeo, impuesto directamente sin contar con la Junta General del Principado y las Cortes Generales, que ratificaron lo ya decidido. Las clásicas preocupaciones parlamentarias asturianas, sobre las infraestructuras, la preservación del medio ambiente, el crédito a las empresas, o la relación universidad-empresa, han desaparecido. Los diputados no van a redactar ninguna ley ni harán otra cosa que aprobar unos presupuestos confeccionados con la única preocupación de rebajar el déficit público. Cospedal pone rostro a un cambio histórico.