En los discursos de Nochebuena del Rey siempre hay un motivo oculto sobre el que gira toda la intervención sin que en ningún momento se explicite. En este caso, el parlamento regio estuvo guiado por la preocupación ante la consulta soberanista catalana a celebrar en el otoño de 2014. Si Rajoy no enseña sus cartas, el monarca tampoco lo hace, porque en una democracia parlamentaria el Jefe del Estado tiene un papel de representación no pudiendo anticiparse ni mezclarse con las opciones del Gobierno. En su reflexión, don Juan Carlos de Borbón tuvo interés en señalar que la senda a seguir para resolver el problema del soberanismo es la negociación política, lo que acertadamente denominó como “actualización de los acuerdos de convivencia”.
Los acuerdos de convivencia, por excelencia, son los de la transición política. En aquellos años votaron juntos, neofranquistas, liberales, demócrata cristianos, socialistas, comunistas y nacionalistas. Lo hicieron en torno a la Constitución y a destacados estatutos de autonomía. El guiso del consenso se logró con los ingredientes que recuerda el Rey: receptividad hacia los argumentos de los interlocutores, cesiones mutuas y la llave del diálogo para tratar los asuntos públicos.
Han pasado más de tres décadas y es evidente que ni progresamos ni conservamos, caminamos hacia atrás. Tengo la edad y la memoria suficiente para recordar con todo detalle cómo se pactó el Estatuto de Autonomía de Gernika, el texto más rompedor de la transición, con dos mesas de negociación, en una estaban miembros de UCD y del PNV, y en otra, Suárez y Garaicoetxea. En aquella ocasión, como en la elaboración del Estatuto de Autonomía de Sau que devolvió el poder a la Generalitat, nadie lanzó ultimátum en público ni puso a la otra parte entre la espada y la pared. Había ganas de llegar a acuerdos y se sabía que la voladura del diálogo, tarde o temprano, abriría las puertas a un sistema autoritario o de “democracia recortada”, como se decía entonces. Ahora, desgraciadamente, ganan adeptos los discursos que propugnan el disenso y hay una ocultación irresponsable de los efectos que traerá la ruptura de las actuales instituciones. Dicho de una forma más general, el consenso constitucional fue posible porque sus protagonistas sentían el santo temor a la guerra civil, mientras que en el presente cualquier payaso nos lleva al abismo como si no hubiera ley de la gravedad.