El trámite parlamentario de la reforma del Estatuto de Autonomía está a punto de concluir su primera etapa con la finalización del trabajo de la ponencia. Desde las primeras reuniones se vio la identidad de planteamientos del PSOE y del PP, al optar por llevar a cabo una reforma del actual Estatuto, renunciando a redactar uno nuevo, como se había hecho en varias de las comunidades autónomas en el anterior mandato. Los dos partidos mayoritarios apoyaron un texto moderado que no ocasione problemas cuando sea examinado en el Congreso de los Diputados, y centrado en mejoras técnicas de carácter práctico. Ambos partidos desecharon la posibilidad de alumbrar un Estatuto de contenido identitario-reivindicativo, que era la opción esbozada por IU.
La orientación marcada en la ponencia puede que no provoque grandes entusiasmos ni adhesiones, pero es políticamente muy sólida. Para comprenderlo hay que partir de algunas premisas. El Estatuto de Autonomía no es susceptible de aportar, en ningún caso, la solución a los problemas regionales, limitándose a establecer el marco que permite organizar el autogobierno. Los grandes problemas regionales de desempleo, envejecimiento, baja empleabilidad, déficit de infraestructuras de comunicación o infradesarrollo del sector servicios, no se resuelven redactando un Estatuto en clave de pequeña Constitución.
De la fuerte identidad regional asturiana (comunidad histórica entre las históricas) se derivan consecuencias de orden cultural, pero ninguna fricción con el Estado. El encaje de Asturias en el Estado de las Autonomías es armónico, y los peligros no proceden de ansias centralistas larvadas, sino de las tensiones centrífugas de algunos territorios hegemonizados por ideologías nacionalistas. Frente a la moda imperante en la anterior legislatura de reformar los estatutos para convertirlos en instrumentos útiles para un hipotético tránsito hacia un Estado confederal, los dos grandes partidos asturianos siguen el camino opuesto, reforzando el Estado descentralizado, como forma de asegurar el bienestar de los asturianos.
Decía que la orientación de la reforma del PSOE y del PP es muy sólida, porque Asturias es la región más beneficiada por las inversiones del Estado en los últimos veinte años (el único territorio en que la inversión por habitante reúne dos características: superar nuestra aportación al PIB nacional y ser mayor que la que nos corresponde por población, en todos y cada uno de los veinte ejercicios) y porque el modelo de financiación autonómica contempló la aportación de fondos de nivelación suficientes para gestionar los servicios públicos. Tratar de socavar poder y recursos al Estado desde las comunidades autónomas es apostar por aflojar los vínculos de solidaridad que aportan renta disponible para los asturianos.
Los dos escollos
La sintonía del PSOE y del PP en la ponencia no fue óbice para que se sustanciaran dos desacuerdos, relativos a la capitalidad y la investidura del presidente. El reconocimiento explícito de la capitalidad de Oviedo en el Estatuto, con la previsión de una ley que desarrolle el estatus de la capitalidad, es un peaje que tiene que pagar Ovidio Sánchez a Gabino de Lorenzo.
El precedente invocado por el PP es el de Santiago de Compostela, capital gallega con estatus reconocido. La diferencia estriba en que Santiago no era más que sede universitaria y eclesiástica hasta la formación del Estado de las Autonomías, y no tenía infraestructuras suficientes para albergar las sedes institucionales y de servicios propios de la capitalidad autonómica, mientras que Oviedo lleva doce siglos siendo capital del territorio circundante. Oviedo es el municipio asturiano con más riqueza, gracias a la capitalidad.
Gabino es alcalde de Oviedo y estrella declinante del PP asturiano, pero en vísperas del congreso regional de su partido tiene capacidad de presión. Quizás el PSOE, en aras del consenso, realice una vaga promesa de presentar una ley sobre la capitalidad con reconocimientos meramente honoríficos para la ciudad de Oviedo. Una cesión que implicaría algún tipo de trueque.
El otro asunto en discordia es de más enjundia y tiene que ver con el visto bueno del Parlamento al candidato a presidente. El PSOE mantiene el apoyo a la fórmula actual, que consiste en ser elegido presidente por mayoría absoluta de la Cámara en primera votación, no siendo necesaria ninguna mayoría cualificada en la segunda. PP e IU proponen el método clásico de las investiduras a presidente. La gran diferencia estriba en que el método actual no admite votos en contra, de tal forma que la discrepancia sólo puede expresarse con la abstención de los diputados o presentando a otro candidato. Sin embargo, en las investiduras parlamentarias caben los votos negativos, necesitando el candidato para ser investido más votos a favor que en contra. Por este método se invisten los presidentes del Gobierno en España.
La reforma del Estatuto supone la mayoría de edad de las instituciones autonómicas, así que igual que el nuevo texto contempla la prerrogativa del presidente de poder disolver la Cámara sin restricciones, debe reconocerse también en el Estatuto la elección del presidente siguiendo los cánones de las investiduras parlamentarias. Los diputados de la oposición tienen que tener la posibilidad de votar ‘no’ en la investidura presidencial.
El nuevo formato de investidura supondría una complicación para el Partido Socialista, ya que con la excepción de la cuarta legislatura autonómica, en el resto de los mandatos fueron los candidatos de este partido los que se sometieron al plácet parlamentario. Para la oposición las cosas son distintas. En un Parlamento de tres fuerzas políticas, con dos grupos de izquierda, la posibilidad de un presidente del PP va ligada a la obtención de la mayoría absoluta en las urnas, así que el método de investidura no le añadiría dificultades a este partido. En cuanto a IU, la opción de la investidura presidencial serviría para poner en valor sus escaños.
Aun con todo, debe cambiarse de formato en la elección a presidente, tal como exige la madurez de las instituciones autonómicas. Al decir madurez, implica que el partido que bloquee todas las opciones de investidura lo pagaría caro en las urnas en unas elecciones anticipadas.